domingo, 27 de octubre de 2013

La incertidumbre y los riesgos del kirchnerismo tardío

Por   | Para LA NACION 


Cuando hace 40 años el sociólogo alemán Jürgen Habermas escribió el libro Problemas de legitimación en el capitalismo tardío , abordó las tensiones crecientes que provienen del doble rol del Estado democrático: por una parte, regular y promover el funcionamiento económico privado, y, por otra, garantizar la satisfacción de las necesidades sociales. Para cumplir esa función, sostenía Habermas, el sistema político necesita, como requisito básico, la lealtad difusa de las masas y, como resultado, debe asegurar un repertorio de decisiones racionales, impuestas con autoridad.
En democracia, "la lealtad difusa" la obtienen los gobiernos por medio de las elecciones. Se trata de una participación tenue, que se limita a consultar la opinión popular en una fecha determinada -eso haremos mañana- para delegar luego las decisiones en una elite política y administrativa. En esa situación, los ciudadanos votan para aprobar o rechazar, en bloque, "los hechos consumados", según la expresión de Habermas. En rigor, los electores permanecen despolitizados, circunscribiendo sus preocupaciones al ámbito privado, donde prevalecen el trabajo, el tiempo libre y el consumo.
En este contexto, la crisis de legitimación se expresa mediante dos preguntas, cuya respuesta es incierta: 1) ¿quién tomará las decisiones con suficiente autoridad?, y 2) ¿cómo se asegurará que esas decisiones sean racionales -es decir, profesionales y consistentes- para garantizar el desenvolvimiento de la economía y la satisfacción de las necesidades sociales? Crisis de legitimidad significa, efectivamente, dudas acerca de la autoridad y la aptitud de un gobierno. No se discute la legitimidad de origen, sino la de ejercicio. 
En cierta forma, los problemas del kirchnerismo "tardío" son parecidos a los del capitalismo maduro que preocupaban a Habermas. Descontadas las elecciones, se impone la pregunta sobre la capacidad efectiva del Gobierno para administrar los dos años que restan para concluir su gestión. No es una preocupación capciosa, se deriva de los datos de la realidad: la Presidenta está enferma y fuera de escena; sus funcionarios sostienen enfrentamientos y toman decisiones autónomas y disímiles; la fracción política en el poder sufre un incesante desgaste y perderá su posición hegemónica; la economía no augura buenos resultados. Los observadores temen, una vez más, por la gobernabilidad.
Acaso la misma naturaleza de la legitimación kirchnerista es la que otorga dramatismo a una transición que debería considerarse normal. Desde el principio, los Kirchner apoyaron su autoridad en un trípode: desempeño económico, carisma y relato. Con una particularidad: estas realizaciones debían mantenerse en su máxima expresión, negándose cualquier disminución. Ése fue el núcleo del "nunca menos": crecimiento económico a full , carisma atravesado por la épica; relato asimilable a la verdad absoluta e irrefutable. Con este programa omnipotente, el kirchnerismo cebó a los argentinos. Es notable cómo varias acepciones del término "cebar" se compadecen con sus actitudes: alimentar o fomentar un afecto o pasión, echar leña al fuego; entregarse con mucha eficacia e intención a algo; encarnizarse, ensañarse.
A tono con esa desmesura, el contrato de legitimidad se tornó extremadamente exigente desde el principio. Las mayorías acompañaron al Gobierno en los momentos de máximo rendimiento, en términos materiales y simbólicos, y lo abandonaron cuando sobrevino la crisis. Le otorgaron el 54% de los votos en épocas en que la economía volaba, resplandecía el carisma de la viudez, se estatizaban empresas y se juzgaba a los militares, y le quitaron brutalmente el apoyo en 2008 y 2009, cuando hubo recesión y se alzaron los productores agropecuarios.
Al negar cualquier disminución, la legitimación kirchnerista se privó de una estrategia para la crisis. Prefirió la potencia perpetua y contagió a la sociedad con ese espejismo, que la soja contribuyó a sostener. Si se permite la comparación, el discurso oficial careció de un "fondo anticíclico", un cúmulo de palabras y actitudes que previera la desaceleración económica y la rutinización del carisma. Tampoco frecuentó la autocrítica. Ahora, sin esas herramientas, el camino parece empinado. La gente sigue esperando lo más, cuando el Gobierno puede ofrecerle cada vez menos.
Según las estimaciones, siete de cada diez argentinos cambiarán de identidad política mañana. Esa decisión presagia problemas de legitimación en el corto plazo. Cebados y abandonados por el kirchnerismo, votarán un proyecto alternativo, que promete restablecer la prosperidad dentro de dos años. Es como si compraran un pozo, con toda la incertidumbre que eso implica, esperando vivir con la misma comodidad que tuvieron la última década. Los nuevos arquitectos callan las dificultades con tal de obtener "la lealtad difusa" de los votantes.
Un gobierno dominante declina, el reemplazante aún no llega. Las expectativas son más altas que las posibilidades. La principal figura política está ausente. Los rumores acechan. La Argentina empieza a transitar la incertidumbre y los riesgos del kirchnerismo tardío.

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