viernes, 8 de febrero de 2013

La economía del miedo

Por Kenneth Rogoff 
CAMBRIDGE (Massachusetts)


Publicado el 8 de julio de 2005



La economía mundial parece caminar sobre las aguas, indiferente a la escalada del precio del petróleo, la parálisis política europea, los préstamos insostenibles que toma Estados Unidos y los precios récord de las viviendas. ¿Será porque el optimismo de los inversores los lleva a confiar en que sus gobernantes sabrán administrarla, como querría hacernos creer el G-8? ¿O un miedo patológico, alimentado por acontecimientos tan horribles como los atentados de ayer en Londres, deprime las tasas de interés a largo plazo y, de ese modo, oculta un sinnúmero de problemas latentes?
Resulta demasiado obvio que esas tasas desmesuradamente bajas (aunque sujetas a ajustes inflacionarios) sirven para encubrir innumerables puntos débiles en la economía global. La escalada mundial de los precios de las viviendas sostiene la demanda de los consumidores en muchos países. Según un estudio reciente del FMI, la suba mundial de precios se explica, en gran parte, por el descenso constante de las tasas de interés de largo plazo. Europa ha sido menos favorecida, pero sus economías estarían mucho peor si dichas tasas remontaran hasta su promedio de los últimos veinticinco años.
De manera similar, América latina ha prosperado en estos últimos años, no obstante sus pesadas deudas y su desempeño variado en cuanto a reformas políticas. Las bajas tasas de interés a largo plazo impidieron que las deudas regionales se tornaran inmanejables, mientras que la gran demanda de los consumidores ayudó a elevar los precios de las exportaciones de commodities.
La formidable alza del petróleo, inducida por la guerra en Irak, ¿por qué no puso de rodillas al mundo como en tantas otras ocasiones? La respuesta es, una vez más: por las bajas tasas de interés.

Por lo común, un fuerte encarecimiento del petróleo pronto crea mayores expectativas inflacionarias, seguidas de un aumento de las tasas de interés para todos los plazos. Pero esta vez, aunque la Reserva Federal de Estados Unidos persista en elevar sus tasas crediticias a corto plazo para mantener a raya la inflación, las tasas de interés a largo plazo –que son mucho más importantes– han venido declinando por arte de magia.
En verdad, el país que más se ha beneficiado con este raro entorno de intereses bajos es Estados Unidos: se diría que todos toman dinero prestado, como si eso ya estuviera pasando de moda. Los propietarios de viviendas acumulan deudas, respaldados por su valorización. El Gobierno ha arrojado por la ventana la prudencia fiscal. El país entero absorbe un pasmoso 75 por ciento del superávit mundial de ahorros. Sin embargo, mientras las tasas de interés se mantengan bajas y el índice de crecimiento sea alto, los norteamericanos pueden reírse de quienes predicen que, con sus excesos, están sembrando las semillas de su ruina.
Pero si las actuales tasas de interés de largo plazo ayudan a tantas economías a caminar sobre las aguas, ¿por qué son tan bajas? ¿Se mantendrán así?
Quizá la situación sea mucho más frágil de lo que nos querrían hacer creer no pocos miembros del aparato de gobierno. Quizá la gente se sienta más insegura (y no a la inversa) respecto a su futuro lejano, a causa de sus miedos: al terrorismo, a una pandemia mundial o a una grave racha de crisis financieras.
Con esto no quiero decir que los inversores están histéricos, sino sólo que tal vez estén un poquito más preocupados por las perspectivas de largo plazo. Por eso se abalanzan sobre los bonos, los títulos y otros instrumentos de deuda que, con razón o sin ella, consideran seguros.
No hay otras explicaciones convincentes. Por cierto, los mercados emergentes se han entregado a un insólito frenesí ahorrativo –reconstruyeron sus reservas, mejoraron sus balances–, pero nadie espera que se perpetúe. Hasta Alan Greenspan, presidente de la Reserva Federal y oráculo en materia de tasas de interés, ha declarado que la situación actual es muy intrincada.
La historia indica que el ciclo expansivo de la tecnología mundial aún debe cerrarse, probablemente cuando Estados Unidos irradie al mundo entero los beneficios de su productividad y eleve las tasas de crecimiento en todas partes. Un rápido crecimiento global suele traer un aumento de las tasas de interés a largo plazo, a menos que la gente se sienta invadida por un nerviosismo profundo.
Supongamos que los inversores se inquietan frente al riesgo de que ocurra una catástrofe dentro de cinco o diez años. (Para los expertos en terrorismo nuclear y en pandemias, ese riesgo existe.) Supongamos que los inversores creen que, probablemente, el crecimiento mantendrá su vigor, pero quizá –sólo quizá– sobrevenga un derrumbe. En tal caso, es muy posible que coexistan tasas de interés bajísimas y un crecimiento fuerte.
Es cierto que algunos economistas nos señalan los tiempos felices de los 50 y comienzos de los 60, cuando Europa, Estados Unidos y Japón prosperaban, pero en general las tasas de interés permanecían muy por debajo del índice de crecimiento económico. Si aquella fue la edad de oro del crecimiento mundial, ¿por qué preocuparnos al ver hoy en día el mismo fenómeno?
Los optimistas olvidan que los años 50 y 60 fueron también un período de inseguridad masiva. Por entonces, muchas personas realistas temieron que estallara la tercera guerra mundial (y con razón, según muchos historiadores). El espectro del Apocalipsis ayudó a mantener baratos los créditos. Felizmente, los recelos más sombríos de los inversores no se cumplieron. Sólo cabe esperar que ahora suceda lo mismo y tampoco se cumplan.

Pero si la inseguridad es una causa importante, aunque oculta, del nivel récord al que han descendido las tasas de interés, el G-8 debería ser más prudente en su vanagloria. La psicología colectiva de los inversores es notoriamente frágil. Si alguna vez se tranquilizan, las tasas de interés se dispararán y eso bien podría poner en estado de ebullición los desequilibrios, hoy latentes, de la economía global.
© Project Syndicate y LA NACION
(Traducción de Zoraida J. Valcárcel) .
El autor fue economista principal del FMI; actualmente, es profesor de Economía en la Universidad de Harvard.