lunes, 16 de diciembre de 2013

El mapa de la tristeza de Cabrera Infante



Por Mario Vargas Llosa 



El libro póstumo recién publicado de Guillermo Cabrera Infante se titula Mapa dibujado por un espía, pero debería llamarse más bien "El mapa de la tristeza" por el sentimiento de soledad, amargura, indefensión e incertidumbre que lo impregna de principio a fin. Cuenta los cuatro meses y medio que pasó en La Habana, en el año 1965, adonde había viajado desde Bruselas -era allí agregado cultural de Cuba- por la muerte de su madre. Pensaba regresar a Bélgica a los pocos días, pero, cuando estaba a punto de embarcarse para el retorno a su puesto diplomático junto con sus dos pequeñas hijas, Anita y Carola, recibió en el aeropuerto de Rancho Boyeros una llamada oficial, indicándole que debía suspender su viaje pues el ministro de Relaciones Exteriores, Raúl Roa, tenía urgencia de hablar con él. Regresó a La Habana de inmediato, sorprendido e inquieto. ¿Qué había ocurrido? Nunca llegaría a saberlo.
El libro narra, a vuela pluma y a veces con frenesí y desorden, los cuatro meses siguientes, en que Cabrera Infante vuelve muchas veces al ministerio, sin que ni el ministro ni alguno de los jefes lo reciba, descubriendo de este modo que ha caído en desgracia, pero sin enterarse nunca de cómo ni por qué. Sin embargo, al día siguiente de llegar, Raúl Roa lo había felicitado por su gestión como diplomático y anunciado que probablemente volvería a Bruselas ascendido como ministro consejero de la embajada. ¿Qué o quién había intervenido para que su suerte cambiara de la noche a la mañana? Por lo demás, le seguían pagando su sueldo y hasta le renovaron la tarjeta que permitía hacer compras en las tiendas para diplomáticos, mejor provistas que las bodegas cada vez más misérrimas a las que acudía la gente común. ¿Lo consideraba el gobierno un enemigo de la revolución?
La verdad es que no lo era todavía. Había tenido un conflicto con el régimen en 1961, cuando éste clausuró Lunes de Revolución, revista cultural que Cabrera Infante dirigió durante los dos años y medio de su prestigiosa existencia, pero en los tres años de su alejamiento diplomático en Bélgica había sido, según confesión propia, un funcionario leal y eficiente de la revolución. Aunque algo desencantado por el rumbo que tomaban las cosas, da la impresión de que hasta su regreso a La Habana de 1965 Cabrera Infante todavía pensaba que Cuba enmendaría el rumbo y retomaría el carácter abierto y tolerante del principio. En estos cuatro meses aquella esperanza se desvaneció y fue allí, mientras -confuso y temeroso por su kafkiana situación de incertidumbre total sobre su futuro- deambulaba por sus amadas calles habaneras y veía la ruina que se apoderaba de casas y edificios, las enormes dificultades que el empobrecimiento generalizado imponía a los vecinos, el aislamiento casi absoluto en que se había confinado el poder, su verticalismo y la severidad de la represión contra reales o falsos disidentes, y la inseguridad y el miedo en que vivía el puñado de amigos que todavía lo frecuentaban -escritores, pintores y músicos casi todos ellos- cuando perdió las últimas ilusiones y decidió que, si salía de la isla, se exiliaría para siempre.

No lo dijo a nadie, por supuesto. Ni a sus más íntimos amigos, como Carlos Franqui o Walterio Carbonell, revolucionarios que también habían sido alejados del poder y convertidos en ciudadanos fantasmas, por razones que ignoraban y que los tenían, como a él, viviendo en una angustiosa y frustrante inutilidad, sin saber lo que ocurría a su alrededor. Las páginas que describen el vacío cotidiano de ese grupo, que trataba de atenuar con chismografías y fantasías delirantes, entre tragos de ron, son estremecedoras. El libro no contiene análisis políticos ni críticas razonadas al gobierno revolucionario; por el contrario, cada vez que asoma el tema político en las reuniones de amigos, el protagonista enmudece y procura alejarse de la conversación, convencido de que en el grupo hay algún espía o de que, de un modo u otro, lo que allí se diga llegará a los oídos del Ministerio del Interior. Hay algo de paranoia, sin duda, en este estado de perpetua desconfianza, pero tal vez ella sea la prueba a la que el poder quiere someterlos para medir su lealtad o su deslealtad a la causa. No es de extrañar que, en estos cuatro meses, comenzara para Cabrera Infante aquel vía crucis psicológico que, con el tiempo, iría desbaratando su vida y su salud pese a los admirables esfuerzos de Miriam Gómez, su esposa, para infundirle ánimos, coraje y ayudarlo a escribir hasta el final.
La publicación de este libro es otra manifestación del heroísmo y la grandeza moral de Miriam Gómez. Porque en él Guillermo cuenta, con una sinceridad cruda y a veces brutal, cómo combatió el desaliento y la neurosis de aquellos cuatro meses seduciendo a mujeres, acostándose a diestro y siniestro, y hasta enamorándose de una de esas conquistas, Silvia, que pasó a ser por un tiempo públicamente su pareja. Éste y los otros fueron amores tristes, desesperados, como lo es la amistad y la literatura y todo lo que Cabrera Infante hace y dice en estos cuatros meses, porque a lo que de veras vive entregado en su fuero más íntimo es a su voluntad de escapar, de cortar para siempre con un país para el que no ve, en un futuro próximo, esperanza alguna.

No fue una decisión fácil. Porque él amaba profundamente Cuba y en especial La Habana, todo lo que había en ella, principalmente la noche, los bares y los cabarets y las bailarinas y sus cantantes, y la música, el clima cálido, las avenidas y los parques -¡y sus cines!- por los que pasea incansablemente, recordando los episodios y las gentes asociados a esos lugares, como para que su memoria tomara debida cuenta de ellos en todos sus detalles, sabiendo que no volvería a verlos, y poder recordarlos más tarde con precisión en sus ensayos y ficciones. En efecto, es lo que hizo. Cuando por fin, luego de esos cuatro meses, gracias a Carlos Rafael Rodríguez, líder comunista con el que el padre de Cabrera Infante había trabajado en el partido muchos años, Guillermo consiguió salir de Cuba con sus dos hijas, rumbo a España y al exilio, se llevó con él su país y le fue fiel en todo lo que escribió. Pero nunca se resignó a vivir lejos de Cuba, ni siquiera en los momentos en que obtuvo los mayores reconocimientos literarios y vio cómo la difusión y el prestigio de su obra lo compensaban de la feroz campaña de denigración y calumnias de la que fue víctima durante tantos años. Aunque decía que no, yo creo que nunca perdió la esperanza de que las cosas fueran cambiando allá en la isla y de que, algún día, podría volver físicamente a esa tierra de la que nunca había logrado desprenderse. Probablemente sus males se agravaron cuando, en un momento dado, tuvo que reconocer que no, que era definitivo, que nunca volvería y moriría en el exilio.
Me ha impresionado mucho este libro, no sólo por el gran afecto que sentí siempre por Cabrera Infante, sino por lo que me ha revelado sobre él, sobre la Habana y sobre esa época de la revolución cubana. Conocí a Guillermo cuando era todavía diplomático en Bélgica y se guardaba muy bien de hacer críticas a la revolución, si es que entonces las tenía. En la época que él describe yo estuve en Cuba y ni vi ni imaginé lo que él y los demás personajes de este libro vivían, aunque estuve con varios de ellos muchas veces, conversando sobre la revolución, y convencido de que todos estaban contentos y entusiasmados con el rumbo que aquella tomaba, sin sospechar siquiera que algunos, o acaso todos, disimulaban, representaban, y, debajo de su entusiasmo, había simplemente miedo. Antoni Munné, que, al igual que los dos libros póstumos anteriores, ha preparado esta edición con desvelo, ha puesto al final una Guía de Nombres, que da cuenta de lo ocurrido luego con los personajes que Cabrera Infante compartió estos cuatro meses; es una información muy instructiva para saber quiénes cayeron efectivamente en desgracia y sufrieron aislamiento y cárcel, o se reintegraron al régimen, o se exiliaron o suicidaron.
Ha hecho bien Antoni Munné en dejar el texto tal como fue escrito, sin corregir sus faltas, algo que sin duda Cabrera Infante se propuso hacer alguna vez y no le alcanzó el tiempo, o, simplemente, no tuvo el ánimo suficiente para volver a enfrascarse en semejante pesadilla. Así como está, un borrador escrito con total espontaneidad, sin el menor adorno, en un lenguaje directo, de crónica periodística, conmueve mucho más que si hubiera sido revisado, embellecido, transformado en literatura. No lo es. Es un testimonio descarnado y atroz sobre lo que significa también una revolución, cuando la euforia y la alegría del triunfo cesan y se convierte en poder supremo ese Saturno que tarde o temprano devora a sus hijos, empezando por los que tiene más cerca, que suelen ser los mejores.
© LA NACION -

domingo, 15 de diciembre de 2013

En secreto, Báez le aseguró millonarios ingresos a Kirchner

Por  | LA NACION 


No es necesario rastrear sociedades y cuentas bancarias alrededor del mundo para comprender la simbiosis entre el empresario Lázaro Báez y el matrimonio de Néstor Kirchner y Cristina Fernández. Basta con revisar la contabilidad de sus hoteles en Santa Cruz.
La conclusión es elocuente: siete empresas de Báez firmaron acuerdos retroactivos con Valle Mitre SA, la empresa que gerencia los hoteles de la familia Kirchner, que le garantizaron a la pareja ganancias millonarias durante más de dos años.
Para eso, el 90% de las facturas que emitió esa gerenciadora se destinaron a Austral Construcciones y otras firmas de Báez, que les aseguraron a los Kirchner la supuesta ocupación de un tercio de sus habitaciones durante años. Sin importar que fuera temporada alta o baja.
El dato cobra relevancia si se tiene en cuenta que esta semana fue suspendido el fiscal José María Campagnoli por investigar movimientos de dinero del zar de la obra pública patagónica.
A tal punto llegaron esos convenios, que las empresas de Báez se comprometieron a pagar a Valle Mitre SA una cantidad prefijada de 935 habitaciones por mes en el hotel Alto Calafate, por ejemplo, con una tarifa en dólares más baja, pero que debieron abonarse sí o sí, aunque no usaran las habitaciones, según corroboró LA NACION, al revisar la facturación durante meses junto a seis expertos antilavado y tributarios que prefirieron mantener sus nombres en reserva.
¿Resultado? Todos los meses, el Alto Calafate se garantizó un tercio mínimo de ingresos, ya fuera que esa localidad desbordara de turistas o éstos brillaran por su ausencia. Así, y siempre según esos convenios cuya copia obtuvo LA NACION, las 103 habitaciones de lujo de este hotel debieron ser ocupadas 9 noches por mes por los empleados de Báez, uno de los grandes beneficiarios de la obra pública durante la década kirchnerista. O dicho de otro modo, que a lo largo de cada mes, esos empleados debieron ocupar 1 de cada 3 habitaciones.
Ese tercio garantizado por Báez se combinó, además, con otro tercio diario que cubría Aerolíneas Argentinas, ya en pleno proceso de expropiación, y aún cuando otros hoteles de la misma categoría en El Calafate ofrecían tarifas más bajas, según reveló LA NACION en 2010. Así, de combinarse ambos ingresos, el Alto Calafate se garantizó una ocupación superior al 60 por ciento.
Sin contar los ingresos generados por Aerolíneas -además de convenios y eventos pagados por el gobierno nacional en ese mismo hotel, como el III Congreso Federal de la Industria, en noviembre de 2012-, de todos modos, el flujo que aportó Báez resultó millonario. Sólo durante 5 meses de 2010, por ejemplo, reportó $ 2,8 millones, aún cuando esos convenios comenzaron a tejerse en agosto de 2009 -según consta en la copia del Libro IVA Compras de diciembre de ese año de Austral Construcciones, y se extendieron hasta mediados de 2011.
Con esos documentos a su disposición, los seis expertos consultados por LA NACION arribaron por separado a conclusiones similares: estimaron que surgen conductas que podrían configurar los presuntos delitos de lavado de activos, evasión tributaria agravada y negociaciones incompatibles con la función pública, entre otras figuras. También, forzar la reapertura por "cosa juzgada írrita" de las investigaciones por presunto enriquecimiento ilícito de los Kirchner.
Las sospechas de los expertos -que incluyen referentes del sector privado, de la AFIP y dos ex altos funcionarios de la UIF, la unidad antilavado- se fundaron en un eje: la operatoria podría representar la forma en que parte de los ingresos por la obra pública que recibió Báez durante años habría vuelto al bolsillo de los Kirchner mediante la operatoria hotelera.
El umbral de sospecha se elevó por ciertas características de la operatoria. La primera, que algunos convenios se firmaron en septiembre de 2010, por ejemplo, pero de manera retroactiva al 1° de julio de ese año, según consta en las copias de esos contratos a los que accedió LA NACION.
Por otro lado, que esos convenios son habituales entre, por ejemplo, aerolíneas y cadenas hoteleras internacionales que negocian tarifas preferenciales para hospedar a sus pilotos y azafatas alrededor del mundo, lo cual podría explicar el acuerdo, sin licitación previa, con Aerolíneas. O entre una cadena hotelera y un gran operador turístico. Pero no entre un grupo empresario concentrado en la Patagonia -y con base en Río Gallegos- y un hotel de lujo ABC1 en un destino turístico como El Calafate.
En la misma línea, este tipo de convenios de alojamiento masivo suele darse como un beneficio de la empresa para sus empleados o por razones laborales, así como destinarse a regalos empresariales a clientes y proveedores. En el caso de las empresas de Báez, no surgen evidencias de estas opciones. Durante ese período, además, un contador pudo servir de enlace. Se trata de Daniel Pérez Gadín, quien en su currículum detalló que asesoraba al Alto Calafate al mismo que tiempo que trabajaba para Báez. Ambos son investigados por la justicia federal por presunto lavado y su interacción con el financista Federico Elaskar y el valijero Leonardo Fariña. Y todos ellos eran investigados por el fiscal Campagnoli, hasta que le quitaron el expediente, primero, para después suspenderlo.
La operatoria en sí, en tanto, incluyó varios eslabones, pero todos manejados por el ex empleado del Banco de Santa Cruz o por los Kirchner. Así, las firmas de Báez firmaron sus convenios con la gerenciadora Valle Mitre -también controlada por Báez-, que tenía un acuerdo con la sociedad Hotesur SA -de la pareja presidencial- que a su vez era dueña del Alto Calafate.
En la práctica, algunos de los convenios resultan cuestionables. Con sólo 20 empleados verificados, la firma La Estación SA, que controla una estación Esso en Río Gallegos, se comprometió a pagar por 90 habitaciones en el Alto Calafate, distante a 300 kilómetros. Es decir que cada uno de sus empleados debería hospedarse dos fines de semana por mes en el hotel para honrar el acuerdo preestablecido.
Similares acuerdos firmaron otra estación de servicio controlada por Báez, pero de la marca YPF (Don Francisco SA, con 23 empleados verificados y 90 habitaciones comprometidas por mes), Kank y Costilla (79 empleados y 235 habitaciones por mes), Loscalzo y Del Curto (53 empleados y 180 habitaciones por mes), Alucom Austral (13 empleados y 70 habitaciones por mes), Badial (9 empleados y 180 habitaciones por mes) y la nave insignia del grupo, Austral Construcciones (615 empleados y 90 habitaciones por mes).
A tal punto controla Báez la firma Valle Mitre SA, que el área contable del empresario ultrakirchnerista se encargó de llevar adelante la facturación y contabilidad de la firma gerenciadora de los hoteles, según corroboró LA NACION. Y de allí surge, además, que cerca del 90% de las facturas emitidas por Valle Mitre fueron emitidas, de manera correlativa, a esas mismas empresas y, en particular, a Austral Construcciones. Es decir que 9 de cada diez facturas de la firma que gerenció el Alto Calafate de los Kirchner -y les pagó un abono por ello- se emitió a favor de alguna empresa de Báez.
El control del grupo Báez sobre Valle Mitre -controlada en los papeles por el joven escribano de meteórica carrera junto a Báez, Leandro Albornoz, y su esposa- fue tal que su equipo de colaboradores llegó hasta a supervisar de manera directa los ingresos y gastos mensuales del Alto Calafate.
De allí surge que, por ejemplo, en febrero de 2010, el hotel llegó a registrar supuestos ingresos por 888.851,13 pesos, pero sólo $ 1257,87 en lavandería -es decir, huéspedes que mandan a lavar algo-, o $ 4138,98 en telefonía y otros $ 8301,63 de ingresos por su "Health Club".


CONTRATOS "CONFIDENCIALES" Y CON EL MISMO FORMATO

Todos los contratos que firmaron las empresas de Lázaro Báez con la gerenciadora Valle Mitre repitieron ciertos rasgos, según consta en las copias que obtuvo la nacion. Incluyeron el logo de "Alto Calafate - Hotel Patagónico" en el margen superior izquierdo de cada página, informaban que sus tarifas eran "en dólares americanos" y aclaraban, desde el mismo encabezado, que se trataba de "convenios confidenciales".
Los acuerdos registraban otra coincidencia. Todos se firmaron con validez retroactiva al 1° de julio de 2010, aun cuando varios de ellos se fecharon en septiembre e incluso se firmaron más adelante, según reconstruyó la nacion durante los últimos meses.
Uno de esos convenios lo firmó el propio Lázaro Báez, en nombre de Badial SA; otros, en tanto, los suscribió su hijo Martín Báez. Por ejemplo, por Alucom Austral SRL y por Loscalzo y del Curto Construcciones SRL. Otro dos convenios, en tanto, los firmó un ejecutivo de su máxima confianza, Jorge Ernesto Bringas, quien figura en tres sociedades vinculadas al empresario ultrakirchnerista.
Con fecha del 8 de julio de 2010, por ejemplo, Bringas figuró como el destinatario del convenio que la empresa gerenciadora del Alto Calafate, Valle Mitre SA, firmó con La Estación SA, que controla en Río Gallegos una estación de servicio Esso. Y el 1° de septiembre de 2010 firmó en representación de Don Francisco SA, que controla otra estación en la capital santacruceña, pero de YPF.
Desde Valle Mitre, en tanto, uno de los convenios lo suscribió como director Adrián Eduardo Bourguet, un ejecutivo de la industria hotelera vinculado a uno de los dueños originales de Hotesur SA, antes de que la comprara Néstor Kirchner. 
Los convenios restantes, sin embargo, los firmó Adrián Berni, un ex ejecutivo del sector petrolero quien también figuraba como director, pero que en la práctica ya era el máximo responsable de Valle Mitre, al punto de presentarse en Internet como su "CEO".
Todos los convenios detallaban las mismas condiciones:
  • - fijaban el precio, sin IVA, de tarifas corporativas en dólares para reservas individuales, es decir, que excluían "congresos, convenciones y o eventos especiales" que podría organizar, con otra tarifa y mediante otro acuerdo, el grupo Báez;
  • - la validez del contrato se fijaba de manera retroactiva al 1° de julio de ese año y hasta el 30 de junio de 2011;
  • - la empresa se comprometía al "prepago mensual" de la cantidad de habitaciones fijado por mes, en dólares o al tipo de cambio vendedor del día del Banco Nación;
  • - en todos los convenios, lo único que se remarcó con una letra más oscura era la siguiente leyenda: "Les recordamos que Hotel Alto Calafate es una empresa del Grupo Valle Mitre". De manera oficial, sin embargo, los Kirchner dijeron que era dueña del hotel, pero no de Valle Mitre;

  • - los convenios consignaban como domicilio de Valle Mitre SA una oficina comercial en la calle San Martín 948 de la ciudad de Buenos Aires que se encontraba operativa en 2010, pero que meses después desalojaron.

Nota tomada de la edición del 15 de diciembre de 2013, Diario La Nación, La Nación.com

viernes, 13 de diciembre de 2013

Una democracia sin vocación de serlo

Por   | Para LA NACION 

Todos tienen razón: 30 años de democracia deben ser celebrados. Ha de celebrarse la continuidad del sistema institucional; también, la política de defensa de los derechos humanos y los otros derechos obtenidos, algunos de ellos antiguos, como el que permite interrumpir un matrimonio, y otros más jóvenes, como la unión de personas de un mismo sexo.
Sí, 30 años de democracia deben ser celebrados. Pero al final de la celebración -las fiestas de las palabras y la de la Plaza, la de la autoexaltación y la del homenaje colectivo- queda un sabor extraño: como si para los argentinos la democracia fuera la ausencia de dictadura.
Es comprensible. La memoria de la dictadura es tan horrenda que, por el solo hecho de no vivir ya bajo su espeso manto de locura, la democracia parece convertirse en más de lo que muchos pudimos, alguna vez, imaginar.
"Ya se sabe -hizo decir Cervantes al Quijote- que toda comparación es odiosa, y, así, no hay para qué comparar a nadie con nadie." Pero, entre nosotros, la comparación de la democracia con la dictadura no parece ser ni tan odiosa ni tan inútil. Treinta años después, la dictadura se ha transformado en un espejo mágico: al reflejarse en él, nuestra escuálida democracia embellece sus rasgos, estiliza sus formas y confiere a sus protagonistas el aura de quienes se sienten dignos de figurar en el Gran Libro de la Historia.
Poderosa para enaltecer el tiempo presente a la luz de los fantasmas de una época monstruosa, la dictadura no lo es tanto, sin embargo, como para amenazar a esta democracia que, sin temores ni controles, dedica más esfuerzo a la complacencia que al rigor de las tareas que debe cumplir: retirado el espejo, y observado nuestro país bajo la cruda luz crepuscular que lo ilumina, pocas razones tenemos los argentinos para enorgullecernos de lo construido desde entonces.
En 1986, el ensayista mexicano Enrique Krauze publicó un libro famosamente titulado Por una democracia sin adjetivos . En él reclamaba para México, gobernado continuadamente desde hacía 60 años por el Partido Revolucionario Institucional, un régimen democrático: no más distinciones, decía, entre democracia social, democracia de mercado, democracia formal, democracia real, democracia económica. Simplemente, democracia.

Diez años más tarde, los académicos norteamericanos David Collier y Steven Levitsky dieron a conocer un trabajo importante: "Por una democracia con adjetivos". En él, intentaron "precisar la noción de democracia" y crear "varias formas y subtipos" para entender mejor los numerosos y diversos regímenes surgidos de la caída del Muro de Berlín y de la retirada de las dictaduras en América latina. Una de las conclusiones de aquel trabajo subrayaba la conveniencia, para una mejor comprensión del concepto, de pensar la democracia en términos de grado y no sólo ni principalmente de manera dicotómica: más allá de la alternativa entre autoritarismo y democracia, Collier y Levitsky identificaron regímenes posautoritarios "híbridos" o de carácter "mixto". Muchas investigaciones recientes, decían los autores, "parecen reflejar una creciente preocupación respecto de que la sola existencia (y persistencia) de procedimientos democráticos básicos no garantiza la existencia de la gama más amplia del tipo de resultados políticos, económicos y sociales que hemos llegado a asociar con la democracia, tal como es practicada en el Occidente industrializado".

La noción misma de "grados de democracia" resulta incómoda, no sólo porque mitiga la satisfacción por compartir "ese régimen que no es una dictadura"; es especialmente incómoda porque obliga a preguntarse qué grados diversos de democracia ha vivido nuestra frágil república desde 1983 y, sobre todo, si en esos grados nos hemos movido hacia una democracia de mejor o de peor calidad. Y, si esa noción es incómoda, las respuestas que es posible dar a estas preguntas lo son más aún. Por eso, la celebración es principalmente la invocación de ese espejo mágico que nos devuelve una imagen reconfortante, la puesta en la escena pública de esa dictadura contra la que nos comparamos: otras comparaciones serían, seguramente, como dice el Quijote, odiosas. Ésta es reparadora: no ser como aquello, no ser ya, ¡y nunca más serlo!, aquello, se convierte así en una aspiración lograda.
Si nuestra sociedad está satisfecha con ese logro es porque la democracia argentina es cada vez más mezquina: concede allí donde el costo, material o simbólico, es modesto o inexistente. Los derechos que han ido incorporándose exigen poco de quienes no se benefician de ellos. Exigen poco: quizá sea ésa la forma de expresarlo. La democracia que hemos sabido construir es poco exigente, y la sociedad se siente satisfecha con ella: la celebra, se conforma con que no sea como aquello otro, no la interroga ni la cuestiona ni se pregunta si podría ser mejor y en ese caso cómo hacerlo.
Pero, al cabo de 30 años de darle la oportunidad ininterrumpida de ser algo más que un modo de selección de gobernantes, quizá haya llegado la hora de aceptar que si bien la Argentina tiene en efecto un régimen democrático no es, sin embargo, para utilizar la distinción de Guillermo O'Donnell, un Estado democrático: el aparato institucional y legal del Estado no ha sabido garantizar el derecho de los ciudadanos a una protección justa y equitativa en sus relaciones sociales y económicas. 
Si de grados de democracia se trata, no queda más que aceptar que nuestro país ha descendido, desde el primer gobierno surgido de elecciones libres en 1983, en la escala con que es posible juzgar la calidad de nuestra vida común. Desde entonces, la ampliación del mundo de la pobreza y de la marginación y la degradación sostenida de los bienes públicos -desde las infraestructuras hasta, principalmente, la educación- han ido convirtiendo a nuestro país en un archipiélago en el que islas de miseria permanente son fronterizas de territorios de opulencia, en el que las provincias y los grandes municipios funcionan como feudos y la calidad de los bienes privados se ha ido distanciando, cada vez más, de la de los bienes públicos. Las promesas de cada gobierno, desde entonces, han terminado fundamentalmente en fracaso, frustración y dolor. Nada hace pensar que será diferente.
Como conjunto de asunciones acerca de qué debe ser la ciudadanía y qué debe ser la libertad, nuestra democracia abreva en dos tradiciones, la liberal y la republicana. La primera sostiene que la libertad consiste en la capacidad de las personas de elegir sus propios valores y metas vitales, sin interferencia ni coerción alguna del Estado ni de los otros. Para la segunda, la libertad depende de nuestra capacidad de concebir y compartir el autogobierno colectivo. La idea liberal pone el énfasis en la libertad individual y sus derechos; la republicana, en la ciudadanía y sus deberes. En la tensión entre ambas tradiciones se resuelven las dificultades y los proyectos reales de las sociedades integradas del mundo actual, y la alternativa prevalencia de una sobre otra orienta y modela los destinos colectivos. La idea liberal no siempre es mezquina: en muchas de sus versiones sostiene que el gobierno debe asegurar a todos los ciudadanos un nivel decente de ingresos, vivienda, salud y educación porque quienes están aplastados por necesidades económicas no son verdaderamente libres para tomar decisiones sobre sus propias vidas. La idea republicana no es necesariamente intolerante con la libertad individual.
En ambas tradiciones, la preocupación es a un mismo tiempo por el presente y por el futuro: cómo articular lo público con lo privado, cómo construir destinos individuales y colectivos, cómo vivir juntos. Pero sometida a la erosión producida por la destrucción de la vida pública, la mayor degradación que ha sufrido esa democracia cuya celebración realizamos satisfechos es justamente su incapacidad para crear visiones compartidas de un futuro común, y el desamparo en que deja a una parte cada vez mayor de la población para decidir sobre su propio destino. Ni libertad individual ni autogobierno colectivo, ni decisiones individuales ni deliberación entre ciudadanos iguales sobre el bien común y el futuro de la comunidad política. 
La democracia es a la vez refractaria a los adjetivos -debe ser tan sólo eso que designa nuestra elección de un modo de vida en común-, y está necesitada de ellos, para que podamos comprenderla y mejorarla. La nuestra, empobrecida, ya no está amenazada por posibles dictaduras: está amenazada por sí misma. No es que se trate de una democracia sin adjetivos ni de una democracia adjetivada. Se trata, y nada podría ser peor, de una democracia sin vocación de ser algo más que la ausencia de una dictadura.

© LA NACION

domingo, 8 de diciembre de 2013

Nuestro cuerpo, sin movimiento, se deteriora como un auto abandonado

POR FABIÁN BOSOER 


Media hora de ejercicio por día alcanza para cambiar hábitos, alejar enfermedades y mejorar nuestra calidad de vida, dice este entrenador, que agrega ciencia a las rutinas del gimnasio.

Germán Laurora es licenciado en educación física y se acercó al mundo científico en el Laboratorio de rendimiento humano del profesorado Federico Dickens y en la licenciatura con orientación en Fisiología del Ejercicio de la Universidad Nacional de San Martín. Se dedicó a la evaluación deportiva con los recursos que proveen las matemáticas, las estadísticas y las nuevas tecnologías para mejorar el rendimiento físico. Trabaja para una red de gimnasios en la capacitación interna de profesores, con alumnos personalizados y no para de moverse. Es un convencido de que en cada persona hay un potencial que sólo puede ser desplegado si le dedicamos tiempo -y no demasiado esfuerzo- al ejercicio físico. Es autor del libro “El personal trainer científico” (Colección Ciencia que Ladra, Editorial Siglo XXI).

¿Qué es lo que “debemos” saber y desconocemos de nuestro cuerpo?
Hay poca conciencia sobre la necesidad imperiosa de movimiento del cuerpo humano. Nuestro diseño genético no está preparado para una vida sedentaria. El homo sapiens pasó miles de años moviéndose para conseguir su alimento y solventar su existencia, y la vida actual, al menos la que llevamos en las grandes ciudades, nos permite incorporar energía sin realizar mucho esfuerzo.

¿Comemos más y nos movemos menos de lo que deberíamos?
Así es. Y este desbalance nos lleva al sobrepeso y la obesidad y debido a ello nos movemos aún menos. Cientos de artículos científicos muestran los beneficios de mantenernos activos: el entrenamiento de resistencia y su repercusión positiva sobre el control de la glucemia, la acumulación de grasa corporal y la hipertensión; el entrenamiento de la fuerza y su relación directa con el aumento de la masa muscular y la mineralización de los huesos, etc., pero muchas veces esta información, por vocabulario técnico y coeficientes estadísticos difíciles de digerir, no llega a toda la población. Si los profesionales de la actividad física nos esforzamos en transmitir de forma simple este conocimiento, estoy seguro de que encontraremos una respuesta positiva en la gente sobre el ejercicio físico.

¿Realmente predomina el sedentarismo, o la hiperactividad?
Vivimos inmersos en un mar de actividades, pero pocas están relacionadas con la utilización de nuestros músculos. Pasamos de un asiento a otro asiento, de una computadora o del celular a la tele. El estrés, que en el resto del reino animal está asociado a cazar o huir, actividades en las que se movilizan todos los músculos del cuerpo, en nosotros no está relacionado con el trabajo físico, sino con el apuro por realizar las mil cosas que figuran en nuestra agenda: obligaciones y compromisos laborales, relaciones sociales, encuentros e intercambios que se incrementan con las redes virtuales. En menos de 50 años y junto al despegue de la tecnología, nuestro ritmo de vida cambió radicalmente. Computadoras, celulares, lavarropas, sillones, televisores, autos, consolas, compras sin moverse de casa, estrés, sedentarismo, alimentos procesados, gaseosas, dulces, sobrepeso, obesidad, arterias obstruidas, diabetes, enfermedades circulatorias ... Simple descripción del abrupto cambio en el estilo de vida que no es compatible con nuestro diseño genético.

¿Cómo empieza el cambio de hábitos?
La idea es poder desconectarse un poco a través de la actividad física; dejar el celular y la pantalla a un costado y dedicarse a lo corporal al menos media hora por día. Salir del sedentarismo implica nada más que eso, media hora de actividad física por día bien pautada. Nuestro cuerpo sin movimiento sufre un deterioro análogo al de un auto que es abandonado o una casa sin mantenimiento. Caminar, correr, nadar, andar en bicicleta, realizar ejercicios de fuerza en forma de circuito, bailar ... Elegimos una actividad que nos guste, que podamos cumplir, determinamos una intensidad intermedia (en principio alcanza con que nuestra percepción del esfuerzo se encuentre entre el 50% y el 60% del esfuerzo máximo), realizamos esta actividad durante treinta minutos todos los días y nos alejamos a paso firme de las enfermedades cardiovasculares, que son primera causa de muerte en el mundo, y de la diabetes.

¿Qué es lo primero que debemos controlar?
El entrenamiento consiste en romper el equilibrio del cuerpo a través de un estímulo para generar una adaptación. Por ejemplo, una de las adaptaciones al entrenamiento físico es el aumento del tamaño del corazón. Nos movemos, los músculos necesitan oxígeno para metabolizar los sustratos incorporados con las comidas y producir energía, por lo que el corazón debe bombear más rápido y con más fuerza (el oxígeno viaja en la sangre). Rompimos con el trabajo rutinario de la bomba de nuestro sistema circulatorio a través de un estímulo y esto generó una adaptación del corazón haciéndolo más grande, fuerte y eficiente. Para cada individuo existen estímulos óptimos de entrenamiento y es a través de la evaluación y el control de algunos parámetros como podemos determinar estos estímulos.

¿Por ejemplo?
Para los trabajos de resistencia este parámetro puede ser la frecuencia cardíaca o la percepción subjetiva del esfuerzo. Una simple caminata a paso enérgico, recomendación habitual de los médicos, puede representar “la nada misma” para una joven de 20 años que juega al hockey cuatro veces por semana en un club, y una “misión imposible” para un hombre de 60 años con cuarenta kilos de sobrepeso que trabaja en una oficina. Evaluamos, determinamos una zona de frecuencia cardíaca (estímulo óptimo) y controlamos el entrenamiento en base a esta variable.

¿Puede dar algunos ejemplos de cómo puede incidir el conocimiento científico en mejorar nuestra condición física?
La recomendación para una persona que iniciaba un plan de pérdida de peso, hasta no hace mucho tiempo, era realizar 60 minutos de actividad física a intensidad intermedia de forma diaria. La explicación fisiológica detrás de esta recomendación era bastante simple. El cuerpo cuenta con dos combustibles principales: la glucosa y los ácidos grasos (hidratos de carbono y grasas). Del primero tenemos una pequeña reserva y del segundo, dependiendo de lo que hayamos acumulado en nuestras barrigas o caderas, un reservorio importante. Luego de 20 o 30 minutos de actividad física a intensidad intermedia, el cuerpo comienza a utilizar la grasa en mayor medida, conservando la glucosa (el cerebro tiene predilección por este combustible y no quiere quedarse sin él). Lamentablemente, es muy difícil que una persona con sobrepeso u obesidad logre entusiasmarse con sesiones de entrenamiento de este tipo. Hoy la ciencia, y para la alegría de los que cuentan con algunos kilos de más, nos dice que entrenamientos más cortos y de alta intensidad son más efectivos a la hora de “quemar” combustible graso. Esto quedó demostrado primero en estudios epidemiológicos en los que se pudo ver que las personas que realizaban actividades de alta intensidad eran más magras (menor grasa corporal) que las que participaban de actividades menos intensas, y luego en estudios experimentales comparando modelos de entrenamiento. Si bien la glucosa es el combustible protagonista en los entrenamientos cortos y muy intensos, se cree que es en el proceso de recuperación del cuerpo en el que se utilizan las grasas.

¿Qué es, hoy en día, un gimnasio? ¿Un campo de entrenamiento para civiles? ¿Un arenero para que los adultos jueguen? ¿Una academia o templo para cultivar cuerpo y espíritu como en la Grecia antigua o en la India budista?
Creo que hoy tenemos una mezcla en la que todos esos modelos se relacionan muy bien en un mismo espacio. Salimos de una clase muy intensa de spinning (bicicleta) en la que trabajamos la resistencia cardiorrespiratoria y la fuerza de piernas y nos metemos en una clase de estiramiento para relajar músculos y mente, incrementando nuestras amplitudes articulares y reduciendo el nivel de ansiedad. Tomamos una clase de pilates o yoga en la que fortalecemos la zona media del cuerpo y aprendemos a controlar nuestra respiración y postura, para luego aplicar esta base de conocimientos en el entrenamiento de sobrecarga con máquinas o pesos libres. Nos concentramos en la realización de 10 kilómetros de carrera continua con nuestro grupo de running, para al otro día despejar nuestra cabeza y mejorar nuestra coordinación con una clase de baile. Bienvenidas al gimnasio de hoy todas las actividades físicas que las distintas culturas del mundo incorporaron a través de los años. Ante tanta amplitud de oferta, alguna actividad nos tiene que atrapar.

Pensando en lo que ha cambiado en los últimos veinte años en materia de actividades físicas, ¿cómo imagina que será en la próxima década?
Hay dos tendencias muy marcadas y espero que la más amigable para nuestra salud mental y corporal triunfe sobre la otra. Por un lado tenemos el uso excesivo de la tecnología, el sedentarismo, la mala alimentación y el abuso de fármacos; es una realidad, es la tendencia que gana; pero hay otra tendencia que tiene que ver con la conciencia corporal, el ejercicio físico y la buena nutrición, que también está ganando muchos adeptos. Los avances en la medicina nos han permitido incrementar la expectativa de vida. Pero ¿qué vida queremos llevar? La ciencia nos muestra que a edades avanzadas vamos perdiendo masa cerebral y que esto está relacionado con un deterioro en la memoria de corto y largo plazo y con una pérdida en la velocidad de respuesta. La ciencia también nos muestra que si llevamos una vida activa y relacionada con el ejercicio, la masa cerebral se conserva en muy buena medida, al igual que las funciones cognitivas. La actividad física sigue sumando argumentos positivos para instalarse definitivamente en nuestro estilo de vida. Nuestra plenitud está asociada al movimiento.

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Levando de Clarín online, 08/12/13