viernes, 12 de agosto de 2011

El engaño del populismo - René Balestra




Tal vez Sarmiento sea el único prócer inagotable. De manera consciente o inconsciente, se lo resiste. Una ancha capa de nuestra sociedad no lo quiere. A esa capa no le resulta simpático, aunque muchos no saben por qué. La argentina es una sociedad, en términos generales, populista. Y el populismo -no es ninguna novedad- es una nivelación para abajo. El esfuerzo, la perseverancia, el trabajo, el estudio, son verbalizados, pero no protagonizados con placer. Esta no es una condición argentina exclusiva. Pero, como en todos los órdenes de la vida, en el análisis se deben contabilizar los pros y los contras.

La cantidad de valores o disvalores determina la calificación. Cuando en el seno de una sociedad como la nuestra la corriente del menor esfuerzo, del dejar pasar, del dejar hacer, corre impetuosa, uno debe anotarlo. Entre nosotros la multitud, desde hace demasiado tiempo, es exaltada y halagada indiscriminadamente. Importan los más, sin importar el para qué. La calidad ha sido puesta bajo sospecha.

De la boca para afuera, se dice: "Todos somos iguales". Por ejemplo, se ha llegado a sostener que "un alfarero indígena no es inferior a Miguel Angel". Quien lo dijo es un buen músico y cantor que, desde luego, no cobra los honorarios de un simple guitarrero. Estamos seguros, aunque no tengamos los datos, de que este juglar, en el desdichado percance de tener que operarse del corazón, elegiría a Favaloro si estuviera vivo y no a cualquier cirujano del registro. No tenemos datos fehacientes, pero sospechamos también que sabe que Maradona, antes, y Messi, ahora, no son lo mismo que cualquier jugador de fútbol común. No es que tenga la tabla de valores rota. Hace trampas.

El populismo y los populistas realizan en nuestros días un admirable trabajo de publicidad engañosa. Intentan convencer a la opinión pública de que el progreso, la justicia y el mañana son sinónimos de lo que defienden. La verdad rompe las puertas y las ventanas de la realidad. El pasado más rancio y reaccionario ha "amasado" siempre a la muchedumbre con el populismo. Entre nosotros, los señores manipuladores de las provincias, antes y ahora, usaron y usan a la multitud para su indebido provecho. La montonera en el siglo XIX y en la década del 70 del siglo XX fue la forma y el modo en que la legendaria oligarquía se perpetuaba. Esa ternura sensiblera hacia la barbarie del hormiguero humano es el pasaporte que le permite circular disfrazada.

Sarmiento y su generación sintieron horror por la barbarie. La habían padecido y practicado. No podían extirparla por el modo clásico: el cuchillo. La clave de Sarmiento es que desde mediados del siglo XIX supo que "la cosa" estaba en educar a todos. No -como querían casi todos sus contemporáneos- a una delgada capa de "los mejores" o de "los valiosos". El supo que vivir es convivir y que convivir es convivir con todos, no sólo con algunos. En el teatro, en la calle, en el estadio, en el comedor público se desenvuelve la vida, aparte de la intimidad del hogar.

Si la vida de la modernidad es la era de la multitud o, como la llamó Ortega y Gasset, la era del lleno, todos los que conforman esa multitud y llenan esos espacios públicos importan. La calidad, la altura y la hondura de la vida de los distintos países no están dadas principalmente por sus círculos académicos, sino por el flujo civilizado o caótico de sus calles y avenidas.

Sarmiento, como ninguno en su tiempo, advirtió que el futuro de la República tenía todo que ver con la etimología de la palabra. En latín, res pública quiere decir "cosa de todos". El salvaje ululante, el gaucho matrero, el criollo haragán, lo horrorizaban. No pensó en ellos como en instrumentos para usufructuar, sino como un inmenso desafío educador. Ellos y los hijos de todos los gringos inmigrantes, sin distinción alguna, fueron el padre, el hijo y el espíritu santo de su impulso oceánico escolar. En los bancos para todos se fue forjando la amalgama argentina. Cada uno -a través del abecedario- supo quién era. Dejó de ser súbdito, montonera o peonada manejable para empezar a pertenecerse a sí mismo y ser protagonista de su propia existencia.

No es un accidente circunstancial que antes y ahora el anti-Sarmiento hayan sido y sigan siendo Rosas y el rosismo. Las secuelas y las corrientes actuales de ese soterrado rencor se sublevan contra lo que consideran la "traición" de la generación del 80 y sus ideas. "Alpargatas sí, libros no" y "Haga patria, mate un estudiante" no fueron expresiones extrañas o ajenas. La peonada, domada, con nuevo patrón, seguía como montón. Hay un odio coherente en esa masa suburbana contra todo lo que pueda parecerse a Sarmiento. El ambiente que describió Esteban Echeverría en El matadero, en la década del 30 del siglo pasado, sigue latente en los punteros y en los arrabales del gran Buenos Aires de hoy.

Juan Domingo Perón no inventó el populismo argentino, pero lo acrecentó, lo institucionalizó; le dio pasaporte; lo legalizó. "Mañana es san Perón" no fue una chicana, una avivada, una ocurrencia. Fue la certificación, como ante escribano público, que regiría para siempre la ley del mínimo esfuerzo. No se trató nunca de un reparto equitativo, sino de la dádiva. No era la sociedad o el Estado, sino "Ellos", los que regalaban. La Fundación Eva Perón recaudaba indebidamente aportes forzosos con los que distribuía regalos personalizados. Un conocido industrial fabricante de caramelos se negó a esos manejos y su fábrica padeció el sabotaje y fue cerrada.

Han pasado décadas, pero el populismo de entonces sigue vivo. Hay otra fundación y otros protagonistas, pero el sistema conserva lozanía entre nosotros.

Hacen bien los enemigos acérrimos de Sarmiento cuando atacan su figura o su nombre. Cuando lanzan alquitrán a su estatua y gritan "Muera Sarmiento" y "Viva Rosas". Saben que Sarmiento está vivo y Rosas está muerto. Ese Sarmiento vivo no sólo sigue soñándonos, como en el verso de Jorge Luis Borges, sino empujándonos hacia arriba, como siempre. La única forma y el único modo de dejar de ser masa maleable para convertirnos en ciudadanía pensante.

© La Nacion. Publicado en edición impresa de La Nación, viernes 12 de agosto de 2011

jueves, 11 de agosto de 2011

Dónde está hoy la izquierda - Luis Alberto Romero


Cuando la política se lee desde categorías esquemáticas y equivocas

Hace poco me referí a un intelectual como un "hombre de izquierda", y un joven colega me preguntó si se trataba de la "izquierda kirchnerista" o "de la otra". Pensé contestar que "izquierda kirchnerista" era un oxímoron, una contradicción en los términos, pero me contuve: al fin, cada uno tiene el derecho de acomodar las clasificaciones corrientes.

El problema está en la clasificación misma. La de "izquierda" y "derecha" divide el complejo mundo de la política en dos opciones únicas y excluyentes, inmutables aunque sus contenidos cambien, y asociadas con un sentido y un final atribuidos a la historia. Progresistas y conservadores conforman un esquema y una teleología, adecuados para creencias o convicciones, problemáticos para compartir su sentido e inútiles para comprender lo que pasó y lo que pasa.

Su origen es casual. Designó simplemente el lugar donde se sentaban dos grupos de la Asamblea de la Revolución Francesa: los radicales a la izquierda y los moderados a la derecha. El esquema se impuso y constituye desde entonces el punto de apoyo de cualquier relato político. Se reconocen infinidad de subespecies, y hasta un híbrido "centro", pero siempre remiten a la distinción binaria principal. Antes de la Primera Guerra Mundial sirvió para diferenciar a liberales de conservadores y, en general, las cuestiones en debate podían ser alineadas en esos términos. Quienes miraban las cosas en particular señalaron frecuentemente la inadecuación del esquema, aunque prefirieron culpar a la gente, que no se comportaba como debía hacerlo.

En 1890, los liberales de Viena, convencidos de ser la izquierda progresista y sensata, lamentaban ser atacados por un movimiento popular, radical, nacionalista, antijudío y dirigido por un aristócrata. Izquierda y derecha mezcladas; un completo contrasentido. Por entonces el politólogo Mijail Ostrogorski lamentó similares contrasentidos de los políticos ingleses: los liberales eran imperialistas; los conservadores, populistas, y los laboristas, partidarios del comercio libre.

El comunismo soviético y el fascismo revitalizaron la idea de una confrontación esencial entre izquierdas y derechas, ignorando los múltiples puntos de contacto entre ambos. Con el fin de la Segunda Guerra Mundial, los Estados de bienestar, los movimientos anticoloniales y la Guerra Fría hicieron mucho más complejo el escenario y las opciones, pero no declinó la voluntad de agruparlas en ese lecho de Procusto. Los cambios de finales del siglo XX están demasiado cercanos para que necesitemos recordar, por ejemplo, el desconcierto que producen en la izquierda las figuras de Tony Blair o Felipe González.

En la política argentina, con sus dos grandes movimientos nacionales y populares, identificar a derechas e izquierdas nunca fue fácil. El peronismo fascinó a muchos izquierdistas, pero no al punto de considerarlo de izquierda. En los años 60 y 70 se instaló otro eje, que cruzaba ambos campos: el método de la violencia asesina. En 1983 se estableció un nuevo escenario, firmemente basado en la democracia y los derechos humanos, que mantuvo acotadas las tendencias o divergencias. Dentro de ese acuerdo, las posturas progresistas, que se denominaron de centroizquierda, se caracterizaron por asociar la democracia con la equidad social, garantizada por un capitalismo serio y un Estado robusto.

Esta propuesta progresista chocó pronto con la realidad de un país profundamente transformado, que emergió en 1989. Una sociedad polarizada, un vasto mundo de la pobreza, un Estado desarticulado, agobiado por la deuda externa y exprimido por los grupos de interés que lo colonizaban.

En los años 90 esta realidad se impuso y redefinió la división entre derechas e izquierdas. La "derecha neoliberal" -básicamente peronista- impulsó políticas de reforma y achique del Estado que en lo inmediato consolidaron el mundo de la pobreza. Las impuso un poder presidencial acrecido, que descartó los controles institucionales y reforzó el prebendarismo y la corrupción. Otros cambios, como una parcial racionalización del Estado o una mejora en la eficiencia del agro o las industrias exportadoras, no fueron percibidos o valorados. Por entonces, el progresismo de izquierda encontró un cómodo espacio de coincidencia, que incluyó a los afectados por la gran transformación y a sus críticos políticos; entre ellos, unos cuantos peronistas. Las diferencias eran secundarias. Cualquiera sabía dónde estaba la izquierda.

En este siglo, con el kirchnerismo, los tantos ya no están claros. La prosperidad económica -un don imprevisto- ha cambiado mucho las cosas. El Estado salió de sus aprietos y el Gobierno pudo estabilizar la economía y disponer de amplios recursos para consolidar su poder y apaciguar el mundo de la pobreza, que, sin embargo, permaneció irreductible. Nada muy distinto de los años 90. Tampoco cambiaron mucho los gobernantes. La diferencia está sobre todo en su discurso. Kirchner atacó el "neoliberalismo", proclamó un populismo de izquierda que emparentaba con el de 1973, construyó con palabras una derecha que alternativamente centró en la oligarquía, los monopolios, los grandes medios o los destituyentes, y negó la posibilidad de posturas intermedias.

Políticas muy tradicionales fueron envueltas en los tópicos del nacionalismo populista, sensible para parte de la tradición de izquierda. Los subsidios al consumo fueron presentados como crecimiento del mercado nacional; los subsidios a la pobreza, como inclusión; la prosecución de los juicios a los represores, como política de derechos humanos. La proclamada recuperación del Estado consistió en la injerencia discrecional del Gobierno y la promoción de nuevos prebendados a través de la reestatización de empresas privatizadas en los 90. Esta combinación produjo desconcierto: ¿la izquierda es hoy el kirchnerismo? Quienes conformaban en los 90 el progresismo de centroizquierda están hoy divididos, y confrontan duramente, reclamando cada uno la bandera de la izquierda.

Quizá convenga dejar de lado esta distinción, casi metafísica, y ordenar las cuestiones que enfrentan a ambos sectores. No son exclusivas de la izquierda, pues las alternativas dividen a casi toda la ciudadanía. En mi opinión, el principal punto de clivaje separa a quienes toman como referencia la propuesta política de 1983 y quienes se identifican con la profunda revisión de esa propuesta en 1989.

Para los primeros, la democracia está asociada con las instituciones, el equilibrio de poderes y el pluralismo. Para los segundos, la lección de 1989, ratificada en 2001, legitima la concentración presidencial del poder y la subordinación de las formas institucionales a las políticas de emergencia que solucionen los problemas del pueblo. Respecto de los derechos humanos, los primeros encadenan los juicios a los represores con la consolidación del Estado de Derecho. Los segundos unen ese castigo con la reivindicación de la militancia de los años 70, su gesta, sus proyectos y también sus métodos. No es fácil decir dónde está la derecha y la izquierda.

El otro gran clivaje se refiere al Estado. Hoy su necesidad e importancia no es discutida. Pero unos la entienden en términos de políticas de Estado, apuntaladas por un Estado institucional, eficiente, regulador y regulado, que establezca reglas y las sostenga. Los otros subordinan el Estado a un gobierno cuya plebiscitada legitimidad lo autoriza a ajustar las normas a las necesidades de la coyuntura. "Las normas están hechas para ser violadas", dicen sus intelectuales; "salvo la ley de la gravedad, todo se arregla", se repite en sede popular. Nada muy distinto de los años 90.

Hay muchas otras cosas en debate, cada una con sus especificidades y alineamientos cambiantes: la pobreza, la educación, la seguridad, la libertad de expresión y tantas otras. De un modo u otro remiten a estas dos maneras de entender la política y el progreso.

Volvamos a la clasificación. Aunque tengo una opinión acerca de cuál de estas alternativas puede reclamar legítimamente pertenecer a la tradición de izquierda, no creo que sea una discusión relevante. Parece mucho más productivo discutir sobre cuestiones y no sobre banderas: qué tipo de gobierno queremos, qué tipo de Estado, qué tipo de capitalismo, qué tipo de políticas sociales. Sean de izquierda o no.

© La Nacion
Publicado en edición impresa el jueves 11 de agosto de 2011

miércoles, 10 de agosto de 2011

No es momento de mirar hacia otro lado - Roberto Lavagna


La tensión en los mercados desarrollados de Estados Unidos, Europa y Japón tendrá sin duda efectos negativos sobre el mundo en desarrollo. Esta es una realidad y de ella habrá que ocuparse. El peligro mayor no radica en este hecho, sino en que los gobiernos -y pienso particularmente en el de nuestro país- usen esa realidad para ocultar sus propias debilidades que demandaban correcciones aun antes de este nuevo y menos benigno marco internacional.

Vale la pena recordar algunos datos de la evolución en los últimos cinco años:

El país gastó todo su superávit fiscal primario, que entre la Nación y las provincias había alcanzado un record histórico (4,5% del PBI).

A pesar de los altos precios internacionales de la exportación de granos, la cuenta corriente del balance de pagos, es decir, la cuenta en divisas de nuestras relaciones reales con el exterior, ha perdido nada más y nada menos que el 6% del superávit respecto del PBI.

La competitividad argentina, tanto en nuestro mercado como en el exterior, de servicios y productos industriales se ha reducido sensiblemente por efecto de la caída en la productividad sistémica y del tipo de cambio real. Ni siquiera la valorización de la moneda brasileña ha servido para contener el déficit comercial en bienes industriales.

La inversión se ha ubicado desde 2006 en adelante debajo del 20% de aumento anual requerido para mantener una tasa alta de crecimiento.

La creación de empleo y sobre todo de empleo privado, en blanco y para los jóvenes que ingresan a la vida laboral se ha resentido notablemente.

Como contrapartida, unos 70.000 millones de dólares que debieron haber estado en el circuito económico local han salido de él, lo que habitualmente se llama fuga o salida de capitales.

La pobreza ha vuelto a subir y ha alcanzado a 3 de cada 10 argentinos (30%) después de haber descendido hacia mediados de la década a 25/26%.

Por cierto, esto ha ocurrido de manera gradual y mientras el consumo, sobre todo de sectores de ingresos de clase alta, media alta y media, seguía el ritmo de la inflación, lo cual, reforzado por la expansión de crédito y las cuotas, ha asegurado una alta demanda.
Diferencias

Sin embargo, no resulta demasiado difícil descubrir que se ha pasado de un programa económico de aumento de consumo, inversión alta y baja inflación a uno de aumento de consumo, estancamiento de la inversión e inflación en torno al 25% anual.

La diferencia entre uno y otro tipo de programas oculta bajo la misma situación de expansión del consumo una diferencia fundamental, que no es otra que la diferencia entre algo durable, sostenible en el tiempo y un esquema, un "modelo" como le gusta decir al Gobierno, de pan para hoy y hambre para mañana.

Los argentinos sabemos mucho de estas burbujas no sostenibles. Sin ir muy lejos, la última se produjo a mediados de los años 90, en el momento de una reelección presidencial.

Habrá que ocuparse de los efectos externos sobre nuestra economía y sobre nuestro golpeado cuerpo social, pero sobre todo habrá que entender la necesidad de cambiar en busca de una lógica y una coherencia interna que recupere la combinación de crecimiento con sustentabilidad. Lejos de los programas de "ajuste" recesivo estilo FMI, pero igualmente lejos de fantasías populistas seudoprogresistas.

El mayor progresismo, el verdadero, emerge de la creación de empleo privado y de calidad, y eso requiere paz y administración, como decía Roca, compromiso e integración social, como decía Perón, y desarrollo económico, como decía Frondizi.

Respecto del mundo, quizá deban sus dirigentes reflexionar que de una crisis de alto consumo basado

en el crédito no se sale bajando el consumo por medio de programas de "ajuste" recesivo, sino combinando reordenamiento y moderación fiscal con medidas estructurales que reestructuren tanto los pasivos privados (Estados Unidos) como ciertas deudas soberanas (Europa) y vuelvan a permitir relanzar el consumo, la producción y el empleo sobre bases más sanas y sólidas.

Publicado en La Nación, 10 de agosto de 2011

domingo, 7 de agosto de 2011

Hay cosas que no tienen retorno - Thomas Abraham


El país cambió radicalmente en estos últimos ocho años. Quienes están disconformes con la conducción actual deben estar preparados para saber que si se diera el caso de la asunción de otro gobierno, no hay retorno posible sobre cuestiones de peso en lo concerniente a la organización de la República.

El país ya no es de aquellos hombres de una supuesta buena voluntad que sueñan con el orden y el progreso. Ese orden ya no existe. El modelo sueco no existe. El modelo coreano tampoco. Ni el chileno. Ese sueño principesco de una sociedad integrada en la que sus agentes aceptan su lugar y se disponen a mejorar sus condiciones de existencia en marco de la ley, del respeto por la propiedad privada y del derecho del prójimo, no existe. El país de la igualdad y de la redistribución de la riqueza es un emblema vacío de campañas políticas a pura retórica. Ni hablar del contrato moral.

La Argentina no es un desierto a la espera de ser colonizado por pioneros del bienestar ciudadano según reglas de una civilización madura y equilibrada. La pobreza en la Argentina no es silenciosa ni resignada. Todos quieren más. Los que nada tienen quieren más, los que tienen todo también quieren más. Y los que están en el medio de ninguna manera quieren menos.

Todos los sistemas son inestables. Ninguno asegura una consistencia a prueba de crisis. Ni siquiera podemos apostar a la mentada destrucción creadora para consolarnos con una ley histórica progresiva. Sin corrupción seguirá habiendo pobreza, y hasta miseria.

Los de arriba creen que si se sentaran a conversar con mesura y generosidad, el clima de la República variará sustancialmente. Esta idea del diálogo y el consenso entre sectores y dirigentes en pos de la paz social rezuma un idealismo acrítico. La Argentina está levantada. Desde Jujuy hasta la avenida 9 de Julio. Pueblos originarios de Formosa, habitantes sin techo de la Puna, chacareros del Litoral, camioneros de todo el país, obreros de Sueños Compartidos, docentes de la escuela pública, una lista interminable que se moviliza todos los días, no lo dejará de hacer porque un par de dirigentes del radicalismo, del peronismo federal, del Pro, del Frente Amplio Progresista, o del sciolismo, se saquen sonrientes una foto.

Para muchos una situación como ésta resulta de una política que nos ha llevado al desastre. En realidad venimos de un desastre que se llamó 2001, y que fue el fruto de una política que muchos escandalizados de hoy aprobaban con entusiasmo. Acostumbrados que estamos de ser una comunidad ligera de culpas ya que siempre se las arrojamos a otros, tampoco podemos decir que la algarabía de la convertibilidad haya sido una insensatez urdida por mentes enfermas o codiciosas. Por el contrario, país de los alivios, el nuestro venía de otro desastre, uno más de una larga lista, que hizo explosión en el fatídico año 1989.

Se le echó la culpa de la década a Carlos Menem cuando se sabía que ya iba a abandonar el poder, y se votó a De la Rúa y Chacho Alvarez con la garantía de que no iban a modificar un ápice el sistema económico imperante.

Podemos hacer uso de la memoria histórica y distribuir postales argentinas por doquier. Se sabe que el pasado es una configuración voluntarista. No es que se pueda hacer con ella cualquier relato, pero como la realidad es un hojaldre que requiere un acercamiento por aproximaciones y ángulos de mira, la perspectiva es variable. Ningún monumento a la memoria hará del tiempo humano una efigie de mármol. Pero hablemos del futuro.

La Argentina tiene una tasa de inflación muy alta. No se sabe si puede ser controlada en el 25% de promedio actual. Las carnes y trigo suben y atacan los bolsillos del pueblo. El famoso "modelo" puso toda la carne el asador. No sólo la vacuna sino la de toda la economía.

Las unidades productivas ociosas colmaron su capacidad y llegaron a un límite. Se habla de crear un clima de confianza para las inversiones cuando las mismas superan el veinte por ciento del PBI. No es mucho, pero no es poco. Se habla de falta de seguridad jurídica para inversores a la vez que la UIA elogia el Gobierno. Se dice que nuestro país no es normal sin que se pueda recordar en qué momento lo fue. La evocación de 1910 ya es risueña.

La crisis social de 2001 fue la más grande que se conozca. La desocupación, el hambre que mataba niños, los gatos que se comían en Rosario, y la salida del trueque para una clase media destruida plantearon una situación de extrema necesidad. Ni hablar del default, de la deuda externa y de las multinacionales de servicios que pedían su seguro de cambio contra la devaluación.

Veo que seguimos en el pasado. Pero para pensar el futuro hay que tomar en cuenta que nuestro país, a pesar de una economía acelerada y con un consumo estimulado con una serie de incentivos de todo tipo, padece una situación social de una extrema fragilidad. Hay millones que viven con el mínimo. Los subsidios que pueden recortarse para algunos sectores deben mantenerse no por demagogia sino por supervivencia. Por supuesto que hay riesgos que de seguir con este ritmo de crecimiento e inflación, el día en que la máquina se pare por cualquier motivo, se puede llegar a escenas de extremo dolor y violencia.

Sin embargo, el enfriamiento paulatino de la economía con disminución del gasto público, incremento de las tasas de interés, tope para incrementos salariales que no tomen en cuenta los últimos aumentos del costo de vida y, como consecuencia, ajusten los bolsillos, requieren de un acuerdo político. No se lo logrará sin una política más equitativa que prósperos y pudientes rechazan de plano. Nadie que puede hacerlo quiere entregarle un centavo más al Estado. A pesar de la rebelión fiscal el gasto social no puede disminuir si se quiere evitar que se vacíen todos los supermercados sin pasar por la caja.

Hay demasiada gente que vive el borde de la subsistencia. No se podrá ignorar que hay decenas sino centenas de movimientos sociales que tienen su dirigencia, su liderazgo. Es fatuo pensar en una ciudadanía compuesta por individuos aislados en relación directa con el Estado. El clientelismo existe pero no se borra ni con prédicas ni maldiciendo a sus organizadores.

En materia de juicios a represores no hay vuelta atrás. En el futuro las organizaciones de derechos humanos deberán no sólo tener la protección del Estado para que continúen con su tarea de buscar hijos y nietos de familiares desaparecidos por los crímenes del terrorismo de Estado, sino que habrá que proteger a sus dirigentes de la cooptación perversa del actual gobierno. Hay que asegurarse de que tengan independencia del Estado y que lleven a cabo su misión secular de vigilancia contra-estatal para garantizar los derechos humanos del presente.

Será necesario reflexionar con profundidad sobre el tema de la seguridad. Decir que hay que atacar el narcotráfico es carecer de la más elemental seriedad. Se supone que ningún político con una mínima cordura pedirá estimular ni la venta de drogas, ni el tráfico de órganos, ni la trata de blancas. Sin embargo, la seguridad no es un problema en sí mismo. Es parte de una red política. No se puede enfrentar el crimen organizado si no es con grandes recursos, programas y herramientas económicas, sociales, culturales, además de fuerzas especiales que las combatan en la zona de fuego. Los países que encaran este problema instalan en los territorios ocupados por las mafias, clínicas, centros culturales, bancos, comisarías, asistentes sociales, planes de trabajo, ferias comunitarias, etc.

No se trata de mano dura ni de poses de moralina progresista. Tampoco se trata de repetir en un próximo futuro el sermón de la educación ni de mostrar grave preocupación por la juventud. La educación no debería ser un tema políticamente correcto. Ni es con las vivas al espíritu militante de una juventud de propaganda y sometida a un verticalismo de pacotilla, ni con un llamado al espíritu de seriedad de otros tiempos que se mejorará la educación no sólo de los jóvenes sino de sus maestros.

Pero habrá que hablar y mucho del estudio y de la necesidad de producir conocimientos para ser libres. Hablar menos de los alumnos y más de la práctica docente. Tender a la masividad del acceso a la educación y a la vez pautar normas de exigencia.

La militancia no es hacer pogo, twitear y salir a la calle, no es eso solamente. El militante de hoy debe mejorarse a sí mismo si quiere ser útil a los demás. Si quiere transformar el país debe conocerlo. Los eslóganes de gente retardataria que evoca su propia juventud ya ida no son de mucha utilidad.

El futuro no es igual al pasado. Ni los jóvenes de hoy son iguales a los de antes. Ni el mundo, mucho menos el mundo, es igual al de antes. Los que pregonan la juventud maravillosa de otros tiempos en los que parecía no haber más solución que agarrar un rifle y disparar, secuestrar y matar, no son sólo irresponsables sino estafadores ideológicos que viven de las rentas del sufrimiento de muchos caídos en los campos de batalla.

Ganar un futuro es costoso. Superar el presente se hace a pérdida. Es el parto de la historia. Hay muchos que lo quieren hacer con los beneficios que obtienen hoy, con los obtenidos ayer y los que desean obtener siempre.

© La Nacion
Publicado en edición impresa y digital el Viernes 05 de agosto de 2011