lunes, 10 de agosto de 2015

Variaciones sobre el color local

Escribe:

Alvarez Castillo



Truman Capote para fines de la década del cuarenta publicó distintos ensayos en forma independiente que, posteriormente, fueron agrupados en un volumen. Los ensayos –en la prosa temprana de uno de los principales estilistas, en lengua inglesa, del siglo XX– nos descubren diversos ámbitos, distintos protagonistas; la mayoría de ellos inmersos en un anonimato y falta de celebridad que conmueven. Leemos observaciones y bosquejos que van desde Nueva Orleans o Brooklyn hasta Tánger y Haití. Capote, en su sabiduría, tituló esta colección de sus crónicas: Color local.


Es paradójico que el color local lo enuncia un extranjero que recorre geografías, ciudades, pueblos y aldeas; que presencia y da testimonio de existencias ajenas, unas a las otras, aunque conectadas por algo que no se dice, que las contiene y en lo que son partícipes.En algún aspecto, todos parecemos visitantes que recorren una tierra única y personal, pero que nos es extraña, que no nos pertenece.¿Qué hacer para que esa tierra sea nuestra y nosotros seamos en ella?

En juego con el título y el sentido que expresa la novela: El mundo es ancho y ajeno, podemos insinuar paralelos; que hasta en nuestro lugar en el mundo, somos paseantes, viajeros, si no ocurre una revolución, un sacudón que produzca en nosotros otra mirada sobre lo que nos rodea. Ciro Alegría, en su obra maestra, pone en boca de los poderosos la frase: “Váyanse a otra parte, el mundo es ancho”. Pero sabe –el descorrer narrativo nos lo confiesa– que la comunidad es el único lugar donde el hombre se reconoce y se realiza íntegramente. Recordemos que la pena máxima para un ciudadano griego era el ostracismo, esa muerte civil, por encima de la otra muerte.



Sócrates, luego de ser condenado por un tribunal ateniense que lo halla culpable de corromper a la juventud y de no reconocer a los dioses de la ciudad, ante la oportunidad de huir de la polis y salvar su vida, elije beber cicuta y expiar con su existencia, aun cuando se reconoce inocente de los cargos que se le adjudican. El mundo es tanto más ancho y ajeno cuanto más lejos o extraviados estamos de lo que nos hace ser el ser humano que somos.La lejanía con nuestro entorno natural es un exilio físico y espiritual que no sólo se debe entender respecto a un locus, sino sobre una comprensión psíquica y simbólica que abarca lo que somos al tiempo que, justamente, nos hace ser, le otorga plenitud a nuestro nombre.




No es casual que haya comenzado este texto con una recurrencia al color local –incluso desde la referencia a un escritor que ha hecho de la fact-fiction un género literario. El poner el énfasis en el color local expresa un compromiso con el entorno que adquirió su adultez desde el romanticismo,con su atención consciente a lo que se denominó folklore. Y contrapongo –para esta época de pésima, sino perversa comprensión de lo ciudadano y popular– que esta mirada realizada desde la convergencia en fines comunes, lidia contra la actual fascinación por el subdesarrollo y la marginalidad; deslumbramiento forastero, por artificial, que hace décadas deteriora a nuestra sociedad.


Este hábito falaz debe ser interrogado desde el discurso y los actos, porque no nace en la ingenuidad, es hijo del descaro con el que falsos políticos se invisten –falsos corderos, apuntaría– con los ropajes y el discurso del impostor, del Tartufo de moda. En cada sitio de gestión, la denuncia y la exhibición de lo no genuino deben ser una consigna inexcusable. La barbarie no puede transformarse en modelo y emblema de ningún cuerpo social. En su modus operandi, en esta sistemática pasión y defensa por lo vulgar, no sólo anida lo artificial sino que es el caldo de cultivo donde sectores indiferentes a la comunidad refuerzan sus malas artes y su poder. Se valen de la ignorancia para instalar lo degradado por encima de los valores legítimos propios del color local que venimos mencionando.


En consonancia con el trasfondo de la novela peruana citada, creo que nuestra pertenencia en el mundo,si es que tiene un inicio localizado en un espacio físico, es el barrio que habitamos; ése es nuestro lugar en el mundo por excelencia. Sino lo ajeno, lo extraño, toma las vestiduras del fantasma y sustrae las formas nítidas de las cosas y de los seres con los que convivimos.


El color local, el ámbito donde el ser humano se reconoce y alcanza un desarrollo integral, no debe ser confundido con las variadas formas que toma y de las que se vale el lugar común. En éste la alienación y el enajenamiento anulan lo singular, y lo vivaz expira ante esa masa informe que devora las distinciones, porque éstas están reñidas con su naturaleza adulterada. En el color local, el individuo está vigente en el diálogo con el otro y en ese diálogo alcanza su propia trascendencia y la de su comunidad. En el lugar común, al no haber singularidad, las voces son aplanadas por un sonsonete ordinario. Conciencia o un estado narcótico, esa dualidad no permite opciones, es el individuo y su sociedad o un conglomerado de entes anónimos que auto-limita, por elección, su potencialidad.


La cultura, desde la expresión literaria al resto de las manifestaciones artísticas, jamás deja de tener implicaciones éticas y políticas. El momento histórico en el que se producen está en ellas como una marca de nacimiento que no se puede desfigurar ni hacer a un lado. En ella está inmersa la diferencia entre el estímulo y la mera repetición mecánica. La cultura no es un formalismo sin sustancia en el que el sentido deja de estar presente, es el inconformismo ante un status quo que en su inmovilidad se vuelve pétreo.


El lugar común es el reino de lo amorfo, la repetición vacía, en el lenguaje como en las costumbres. Sus hijos son el facilismo y el embuste. Lo que hay de auténtico en el color local, en las tradiciones vivas, en él se extravía, es la región de la ciénaga donde al pie lo siguen la pierna y el cuerpo que se hunden.

Quizá en las representaciones artísticas se plasme con una naturalidad mayor –dueña de otra vivacidad e intensidad– el valor real del terruño, su significado primario y esencial.El Faulkner más real habita en el condado ficticio de Yoknapatawpha. García Márquez creó Macondo y más de un lector –y no sólo los lectores– han andado por ahí con absoluta diligencia.Ya mencioné que el romanticismo, desde la sacra Alemania del siglo XVIII, investigó y definió sobre aquello que ya tenía su lugar entre nosotros pero que, al no tener nombre, no existía. Estos pases de magia sólo me dicen que en el presente, en el sitio en que estamos, aun sin percibirlo, habitamos en ese ámbito iluminado por el folklore. Borges –ya entrado en años y luego de sus escarceos juveniles– declaró sobre sus textos iniciales, en los que se esforzaba por exhibir su argentinidad, que ese ejercicio era innecesario; de alguna manera,impropio.

La identidad, del mismo modo, no puede ser una postura sin transformarse en una impostura. El que la vive –como vecino, como ciudadano– no alcanza a ser consciente de esto salvo excepciones. Me recuerda esta situación cotidiana la anécdota de Agustín. Cuando a uno de los principales filósofos del Medioevo le preguntaban qué es el tiempo, no sabía qué responder;por más que en su interior mantenía una comprensión tal que le indicaba que el tiempo y el ser iban de la mano, indisolubles.  Cada uno de nosotros sabemos –aun en nuestra distracción– sobre el barrio que nos rodea y aquello que hace que este lugar en el mundo que habitamos sea lo que es.Y sabemos, o sospechamos, que cuanto más seamos en él, nuestro desarrollo e integridad serán mayores, como aquellos pobladores andinos de Rumi que,en su reveladora novela, nos recrea Ciro Alegría.

Nunca olvidemos que patria es la tierra de los padres y que la lengua es la primera casa que habitamos. Heidegger recogió la sentencia de uno de los grandes poetas alemanes: Friedrich Hölderlin, que en su sencillez sintetiza mucho de lo que intenté trasmitir en las líneas que anteceden: “La palabra es la casa del ser”.

Cerca del final de este escrito, me permitiré un escarceo que, por su naturaleza, se relaciona con lo esbozado hasta aquí. Si bien cada uno de nosotros debe tener una idea o noción sobre lo que es cultura, hay sin duda dos sentidos privilegiados. La que quizá hoy en día merezca más simpatías o referencias, es una noción de cultura digamos antropológica. Ésta incorpora en su abanico una multitud imprecisa de variados intereses que hacen a todas las producciones humanas. La que a mí me seduce es quizá la más antigua, aquella que aglutina en la palabra Cultura –dicha con mayúscula– a las artes, desde la música hasta la arquitectura, y –valga el gesto– a ésta también escrita con mayúscula.


No como producción humana que nos entrega estas pajareras que ni el peor observador tomaría como obra de arte. Cada uno tiene sus pecados, podrán declarar que los míos además de evidentes son groseros, pero me he formado en el trato de esa noción antigua de Cultura que, justamente, hace alusión al cultivo, sea del arte, del pensamiento, de lo más alto de las expresiones humanas.

¿Por qué realizo este comentario? En buena parte porque entiendo que sin tener algunas ideas en común acerca de lo que es cultura –en un sentido amplio– y lo que es Cultura –en un sentido restringido– no sabemos a qué nos estamos refiriendo. Y la Cultura, que no es lo mismo que la Educación –con la que se relaciona, pero no necesariamente– ha sido el campo privilegiado en el que se han dado las grandes batallas desde el poder político, un poder que suele ser tan miserable como perverso. Cuando se llevan por delante obras artísticas y patrimoniales, se elevan a la categoría fantasmagórica de dioses –en este siglo XXI– a meros seres humanos, o se insulta la lengua en la que hemos crecido con un fingido rictus revolucionario, para dar ejemplos de cada día, se está hiriendo, en silencio o mediante discursos vacuos, nuestra Cultura y nuestra Educación. Presenciamos un juego de pinzas: por una parte, se provoca desde un poder, si no absoluto, que se ubica por encima de las posibilidades de injerencia de los ciudadanos, perdiendo por esto legitimidad republicana y democrática. Y,por otra, se malversa con un goteo incesante el capital simbólico, histórico y material. Eso es la perversión. En cada perverso hay un fuerte componente de resentimiento. Un resentimiento que aspira a una marginalidad generalizada, en la que sobre brille ese perverso absoluto por encima del resto. Sin pares, todos presos de una inclusión de pobreza e ignorancia.


El pensamiento convive con la crisis. No hay certeza que la haga a un lado. Merced a diversas máscaras y disfraces, la duda no sólo es constante presencia sino fuerza vivificadora. Necesitamos la novedad para no reducirnos a un mundo esquemático, fijado en moldes o estructuras estáticas, en el cual la rutina transforme la menor modificación en un rasgo de inusitada originalidad. El creador –lo sepa o no– lleva la antorcha de la vida en su marcha.

Tenemos la sociedad y el gobierno no sólo que merecemos, sino el que nos representa como comunidad. Desde nuestra relación con nosotros mismos y con los que nos rodean, se crean los lazos iniciales que dan sustento a la realidad en la que vivimos. No tengo dudas que a lo largo y ancho de nuestra nación, en la provincia, en nuestro partido de Tres de Febrero, en todos los sitios en que nos hallemos, el compromiso en primer término es cultural.Ése es nuestro desafío.


Sáenz Peña, julio de 2015.


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