miércoles, 30 de noviembre de 2011

UCR: ¿el último partido que aun golpeado queda en pie? - Luis Alberto Romero


El radicalismo viene sufriendo en la última década sucesivas diásporas y caídas de respaldo electoral. Algunas de sus marcas distintivas, sin embargo, siguen disponibles.

Publicado en Clarín - Edición 30 de noviembre de 2011

Semanas atrás los radicales protagonizaron un episodio deprimente: en su Convención, las peleas, exacerbadas hasta la injuria y la agresión, les impidieron avanzar en una reforma institucional apoyada por la mayoría. “Internismo”, “parálisis”, “falta de vocación ganadora” son calificativos usualmente aplicados a los radicales. Sin duda, el vaso está medio vacío.
Pero hay un vaso medio lleno, que merece subrayarse: en la Argentina todavía existe un partido político, organizado horizontalmente, que cree valioso discutir sus orientaciones, y sobre todo, hacerlo en público, a la vista de la opinión.
En tiempos posmodernos, de “espacios”, jefes y videopolítica, la UCR sigue siendo lo que solía llamarse un “partido moderno”.
Tales partidos surgieron en Europa y Estados Unidos a fines del siglo XIX, para encauzar una democracia basada en la sostenida ampliación de los votantes. Los partidos se encargaron de empadronarlos y afiliarlos, de elaborar programas, designar candidatos y desarrollar una propaganda unificada, que alcanzó dimensión nacional. En lo interno, tuvieron afiliados, comités, convenciones, debates y elecciones internas. Procuraron que sus simpatizantes, además de seguir a sus dirigentes, asimilaran el ideario.
En la Argentina, hacia 1891 la UCR nació a la vida con este formato, y poco después se sumó el Partido Socialista. Con ese estímulo, Roque Sáenz Peña alentó en 1912 la formación de los partidos que llamó “de ideas” , que debían animar un juego de debate, competencia y alternancia.
Las realizaciones, como siempre ocurre, fueron algo más mediocres. La UCR de Yrigoyen mantuvo su ideario, escueto pero sustantivo. Formó una maquinaria basada en los caudillos locales y el uso de dineros estatales. No estuvo al margen de los oscuras procedimientos de financiación de la política, pero nadie lo convirtió en virtud. No fue ajeno a la tentación de identificarse con el pueblo y la nación, pero la controló. Fue un partido de líder, de Yrigoyen a Alfonsín, pero nunca verticalista. Alojó infinitas facciones, en equilibrio inestable, experimentó algunas rupturas espectaculares, pero también hubo muchos retornos, más silenciosos.
A menudo se encerró en sí mismo y limitó el ingreso de gente e ideas nuevas. Convencido de que atesoraba un núcleo ideal y moral difícil de compartir, fue reacio a la alianza con otras fuerzas.
Todo eso es cierto. Pero siguió siendo un partido, donde nadie es más que nadie. Afirmado en una forma de entender la política, ligada con el debate interno abierto y con la defensa de las instituciones públicas. Probablemente muchas de esas cosas lo han puesto en desventaja frente al peronismo.
El peronismo tiene poco que ver con el “partido moderno”. Se asemeja más a otro formato, desarrollado en la primera posguerra y con una respuesta distinta para la democratización: fue el movimiento nacional y popular, de líder y plebiscitario, mal encuadrado en la institucionalidad republicana y con vocación de convertirse en partido único. En Italia, Alemania, España y también en la Unión Soviética hubo buenos modelos.
Pocas veces el radicalismo pudo vencer al peronismo.
Sólo en ciertas ocasiones, como en 1983, logró captar de manera privilegiada el estado de ánimo colectivo.
Tampoco su organización, basada escuetamente en la militancia de los afiliados, resultó competitiva en un mundo de corporaciones. A diferencia del peronismo, no tuvo una retaguardia de organizaciones sindicales.
Protagonista de la gran ilusión democrática, institucional y pluralista de 1983, y de su versión más liviana de 1999, el radicalismo fue mucho más afectado que el peronismo por la desilusión democrática , que se insinuó en los 90 y eclosionó en 2001. Fue estigmatizado por la vetustez de su discurso, de su estilo y de sus dirigentes. Fue copartícipe menor de muchos de los vicios denunciados por la opinión indignada. Fue descalificado por quienes proclamaron su intención de transformar la política y sus procedimientos: la renovación peronista en 1987, el Frepaso en los 90 o el ARI en los 2000. Todos ellos criticaron el bipartidismo y se propusieron como la verdadera alternativa al estilo peronista de hacer política.
Todos ellos han pasado y el radicalismo sigue en pie . Como la tortuga de la fábula, que corría con la liebre. Suele dar espectáculos deplorables, presenta alternativas electorales timoratas, se desangra en escisiones, pero sigue siendo capaz de realizar convenciones y de discutir públicamente sus diferencias. Quizá no discutan programas, pero los hay detrás de cada uno de los pares que confrontan allí, para elegir simplemente al primero entre ellos. Fracasan en las elecciones presidenciales, pero mantienen un arraigo local y provincial sorprendente , que hoy los ilusiona con la idea de reconstruirse desde sus bases territoriales. Conserva, sobre todo, una idea de partido como institución pública que organiza la opinión; una idea de la política como espacio de confrontación y acuerdo, y una idea de las instituciones de la República como marco indispensable para la vida social civilizada.
Yo los miro desde afuera -no soy radical-, comparto muchas de las críticas, pero confieso que lo hago con simpatía. Son una de las pocas cosas sobrevivientes de una Argentina que ya no es, mucho mejor que la actual. Son también una de las cosas que querría conservar para construir una Argentina mejor.

LUIS ALBERTO ROMERO HISTORIADOR, MIEMBRO DEL CLUB POLITICO ARGENTINO

El Estado impone su propia épica - Luis Alberto Romero


Publicado en LA NACION - Edición 30 de noviembre de 2011

Un reciente decreto creó el Instituto Nacional de Revisionismo Histórico Argentino e Iberoamericano Manuel Dorrego. De sus fundamentos se deduce que el Estado argentino se propone reemplazar la ciencia histórica por la epopeya y el mito.

El mito y la epopeya están en la prehistoria del saber histórico. Los mitos explicaban el misterio y el papel de lo divino; los relatos épicos exaltaban la acción de los héroes, entre divinos y humanos. La historia se ocupó, simplemente, de los hombres, y trató de entenderlos basándose en el razonamiento y la comprobación. En la Antigua Grecia, Herodoto y Tucídides fundaron la historia como ciencia y dejaron en el camino mitos y héroes. A mediados del siglo XIX, Wagner recurrió al mito y a la épica, pero sus óperas se representaban en los teatros; en las universidades estaban los historiadores tan notables como Mommsen.

Más o menos así estamos hoy en la Argentina. No tenemos ópera, pero hay abundantes cantantes, poetas y escritores de mitos y epopeyas, que conquistan la fantasía de su público. Los historiadores, por su parte, trabajan en las universidades y en el Conicet.

El Estado tiene otra idea: la épica debe ocupar el lugar de la historia. La tarea que le encomienda al Instituto de Revisionismo es rescatar y valorar la obra de los héroes fundadores de nuestra nación, sistemáticamente ignorada por la "historia oficial". Nadie se sorprendería si leyera esa propuesta en los escritos de Pacho O'Donnell, presidente del nuevo instituto. Su pluma y su verba son familiares. Lo insólito es que una prosa tan idiosincrática sea asumida, sin correcciones ni matices, por el Estado nacional a través de un decreto firmado por la Presidenta, el jefe de Gabinete y el ministro de Educación.

El decreto amonesta severamente a los historiadores. Obnubilados por el "liberalismo cosmopolita", abandonaron su misión -la reivindicación de los héroes patrios- y ocultaron la gesta de las grandes personalidades identificadas con el ideario nacional y con las luchas populares. Entre otros héroes olvidados se encuentran personajes como San Martín, Rosas, Yrigoyen, Perón y Eva Perón. También son culpables de haber olvidado el aporte de las mujeres y, sobre todo, la contribución de los sectores populares a estas luchas. Al nuevo instituto se le pide que elabore una reivindicación de los auténticos héroes, con la salvedad de que debe hacerse mediante un saber científico riguroso, ausente de la investigación histórica actual.

Los historiadores profesionales vivimos en el engaño. Creímos que la investigación histórica científica y rigurosa se había consolidado en las universidades y el Conicet. Computamos como hechos positivos no sólo la excelente formación profesional, sino la ampliación de nuestros temas, inclusive -entre tantos otros-, los referidos a las personalidades mencionadas. Nos enorgullecimos de haber superado viejas controversias esterilizantes. Acordamos que no existen verdades únicas ni definitivas y que el nuestro es un conocimiento en revisión permanente. No se si efectivamente lo logramos. Pero lo cierto es que hoy hay una enorme cantidad de historiadores excelentes y altamente capacitados, que se han formado y han sido examinados en sus capacidades por las rigurosas instituciones del Estado argentino: sus universidades, el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas o la Agencia Nacional de Investigaciones.

Creímos que retribuíamos al Estado lo que hizo por nuestra formación con buena historia, reconocida en todo el mundo. Pero a través de este decreto, la más alta autoridad nos dice que ha sido un trabajo vano, y que sus instituciones académicas y científicas han fallado. Todo lo que hemos hecho es historia "oficial", y, peor aún, "liberal".

El decreto también se ocupa del conjunto de los ciudadanos. Les advierte sobre los riesgos de las ideas equivocadas sembradas por los enemigos del pueblo. Los previene acerca del pernicioso relativismo del saber. Sobre el pasado -así como sobre el presente- hay una verdad, que el Estado conoce y que este instituto contribuirá a inculcar. Para ello se ocupará de la correcta educación de los docentes y los vigilará para que no recaigan en el error. Podrá además cambiar los nombres de las calles y las imágenes de los billetes, monedas y estampillas; crear museos y lugares de memoria, establecer nuevas celebraciones y, en general, promover la difusión de estas ideas a través de cualquier medio de comunicación. En estos prospectos, inquietantemente totalitarios, se dibuja una suerte de orwelliano Ministerio de la Verdad, del cual ya hemos visto algunos adelantos en la cuestión de la llamada "memoria del pasado reciente".

El revisionismo histórico, cuya tradición se invoca en este decreto, merecía un destino mejor. En esa corriente historiográfica militaron historiadores y pensadores de fuste. Julio Irazusta desarrolló una bien fundamentada defensa de Juan Manuel de Rosas, con sólida erudición, aguda reflexión y una prosa refinada. Ernesto Palacio dejó una Historia de la Argentina bien pensada y provocativa. José María Rosa, quizá más desparejo, tiene piezas de preciso conocimiento y convincente argumentación. Ellos y sus seguidores, como todos los buenos historiadores, cuestionaron las ideas establecidas, provocaron el debate y aportaron nuevas preguntas. Sobre todo, formaron parte de una tradición crítica, contestataria, irreverente con el poder y reacia a subordinar sus ácidas verdades a las necesidades de los gobiernos.

Quienes hoy hablan en su nombre impresionan por su mediocridad. El decreto los califica de "historiadores o investigadores especializados", capaces de construir un conocimiento "de acuerdo con las rigurosas exigencias del saber científico". Pero ninguno de ellos es reconocido, o simplemente conocido, en el ámbito de los historiadores profesionales. De los 33 académicos designados, hay algunos conocidos en el terreno del periodismo, la docencia o la función pública. Dos de entre ellos, Pacho O'Donnell y Felipe Pigna, son escritores famosos. En mi opinión, entre ellos hay muchos narradores de mitos y epopeyas, pero ningún historiador. Nada comparable con los fundadores del revisionismo.

Estos epígonos del revisionismo comparten con sus predecesores ciertos rasgos, disculpables en quienes reunían otros méritos. Uno de ellos es la idea de la conspiración. Los "vencedores" han mantenido oculta una historia verdadera, que ellos revelarán. Lo que hemos leído muchas veces a propósito de Rosas y de otros se aplica hoy a Manuel Dorrego, cuyos méritos enumera el decreto. A los historiadores siempre nos asombra este permanente descubrimiento de lo ya sabido. Personalmente, hace cincuenta años ya aprendí todo eso con Enrique Barba y Tulio Halperín Donghi. Desde entonces, aparecieron abundantes trabajos académicos, algunos brillantes, que están al alcance de cualquiera que se tome el trabajo de buscarlos.

La retórica revisionista, sus lugares comunes y sus muletillas, encaja bien en el discurso oficial. Hasta ahora, se lo habíamos escuchado a la Presidenta en las tribunas, denunciando conspiraciones y separando amigos de enemigos. Pero ahora es el Estado el que se pronuncia y convierte el discurso militante en doctrina nacional. El Estado afirma que la correcta visión de nuestro pasado -que es una y que él conoce- ha sido desnaturalizada por la "historia oficial", liberal y extranjerizante, escrita por "los vencedores de las guerras civiles del siglo XIX". Los historiadores profesionales quedamos convertidos en otra "corpo" que miente, en otra cara del eterno "enemigo del pueblo".

En nombre del pueblo, el Estado coloca, en el lugar de la historia enseñada e investigada en sus propias instituciones, a esta épica, modesta en sus fundamentos, pero adecuada para su discurso. Más aún, anuncia su intención de imponerla a los ciudadanos como la verdad. Quizá sea el momento de que, en nombre del pueblo, se le diga a quien encabeza el Estado que hay cosas que no tiene derecho a hacer.

El autor, historiador, es investigador principal del Conicet/UBA

jueves, 24 de noviembre de 2011

El mundo, en una crisis inédita - José Nun


"Los indignados" y los debates pendientes

Hace poco me ocupé aquí de "La bronca de los indignados". Me refería a la ola de descontento que cubre buena parte del mundo y me detenía, especialmente, en las causas de las movilizaciones que surgieron en Estados Unidos. Intenté llamar la atención sobre el profundo cambio de época que estamos viviendo y que ha sido escasamente tratado en nuestro país. Quiero volver sobre el tema y algunas de sus repercusiones.

Los levantamientos de los últimos meses (y resulta todo un síntoma) tomaron desprevenidos a los analistas políticos. Ya había pasado con la "primavera árabe". Los intelectuales de Trípoli o de El Cairo "parecieron sorprendidos y confusos ante un movimiento que no pudieron pronosticar" (The New York Times, 5/11/2011). En Occidente, un sociólogo de la talla de Zygmunt Bauman atribuyó de entrada las violentas manifestaciones de Londres a un consumismo impotente. El difundido filósofo esloveno Slavoj Zizek no se quedó atrás. En la London Review of Books (8/9/2011), su juicio fue mucho más lapidario e indiferenciado: abarcó desde las movilizaciones en los países árabes hasta "los indignados" de Madrid. Estaríamos ante "un grado cero de la protesta", "una revuelta sin revolución", "una acción violenta que no pide nada" y, en fin, "explosiones sin sentido".

Es curioso que pensadores como Zizek -que después intentó un giro- les exigiera a quienes se manifestaban (no importa dónde ni cuándo ni por qué) que llevasen ya preparado en sus mochilas un proyecto para "imponer una reorganización de la sociedad". Es decir, lo que ni él ni nadie posee precisamente porque el mundo ha ingresado en una crisis de proporciones y características inéditas cuya complejidad apenas permite, según los lugares, discutir los rumbos del cambio antes que formular grandes proyectos.

Pero dije que la posición de Zizek varió. Un par de días después de que publicara su crítica, se inició en las calles de Nueva York el "Ocupa Wall Street" (OWS). Y hacia allí se dirigió entonces el filósofo para expresarles un amplio apoyo a los manifestantes y urgirlos a que se mantuvieran firmes e imaginasen alternativas para su país. Sólo que, en su arenga, Zizek recuperó sus certezas y afirmó que los sucesos en curso indicaban claramente que "se acabó el casamiento entre la democracia y el capitalismo". Volveré sobre esto.

Más oportunas fueron las palabras del célebre lingüista Noam Chomsky al brindar su respaldo a los acampados en la Plaza Dewey, de Boston. Modificó allí una tesis famosa para señalarles que quienes desean transformar el mundo deben primero entenderlo. ¿Por qué más oportunas? Porque aunque Chomsky no lo haya dicho, su indicación invita a descifrar adecuadamente el significado mismo de las protestas. Y a tomar conciencia de que, desde los años 70, la dominación del capital financiero, la globalización y la crisis actual de los países centrales han terminado por arrojarnos a una era sin precedentes históricos, a una terra incognita para la cual carecemos de mapas.

De ahí la ausencia de interpretaciones serias (y no dogmáticas) que puedan servir de guía efectiva. De ahí también que los políticos, obligados a la acción, se contenten con echar mano de un conjunto de recetas que en las últimas décadas ya llevaron al fracaso tanto a los conservadores como a los socialdemócratas. Por eso no es extraño que el OWS, por ejemplo, constituya una novedad saludable que cuenta con la franca aprobación de por lo menos el 54% de los estadounidenses, según una encuesta de la revista Time .

Su acierto simbólico ha sido elegir ubicarse en Wall Street y no frente al Capitolio, en Washington. ¿Qué sentido tendría elevar demandas a un proceso legislativo que es considerado corrupto y en el cual la mayoría de los ciudadanos no confía? La imagen positiva del Congreso de Estados Unidos no llega hoy al 13%, y resulta la más baja de la historia. ¿Para qué darle legitimidad, entonces, a un sistema que la ha perdido? Mejor dirigir francamente la protesta al cuartel general de lo que el premiado economista Paul Krugman define como "una fuerza destructiva, económica y políticamente".

El presidente Obama declaró que "entendía a los manifestantes" y lamentó en varias ocasiones su impotencia ante las fuerzas económicas que, según él, bloquean o desvirtúan sus planes. Claro que para la campaña legislativa de 2010 su propio partido recibió diez veces más aportes de las grandes corporaciones que de los maltrechos sindicatos. Más aún, ese montón de millones de dólares provino, en total, de un magro 0,25% de la ciudadanía, de manera que los principales lobbies saben algo que Obama no ignora, y es que sus presiones están sólidamente apuntaladas, al margen de sus perniciosos efectos sobre la sociedad.

La revuelta encabezada por el OWS es ideológicamente variopinta y está lejos de representar lo que descubrió Zizek. Si lo hiciera, les estaría dando curiosamente la razón a los furibundos ataques que le dirige la derecha, que tildó a todos los acampados de ultraizquierdistas (Wall Street Journal, 18/10/2011). No sólo es falso esto último sino que la metáfora del casamiento no funciona porque nunca han existido ni un único tipo de capitalismo ni un único tipo de democracia. Otra cosa es declarar, como lo ha hecho el OWS, que "ninguna verdadera democracia resulta posible si sus modalidades están dictadas por el poder económico". Por eso, según subraya Jeff Goodwin, sus militantes "se oponen más bien a la «avidez financiera» que al capitalismo en cuanto tal" ( Le Monde Diplomatique , Nº 149).

Sucede que en los inciertos tiempos que corren es más necesario que nunca distinguir con cuidado entre un típico movimiento ideológico, que sabe de antemano aquello que se propone ver, y un movimiento sensibilizador como el OWS, que sugiere vigorosamente hacia dónde mirar. En este sentido, no es poca cosa que, en dos meses, haya opacado la cuestión del déficit para abrir un debate hoy imprescindible acerca de la igualdad y de la justicia social. Es un paso significativo en la dirección que recomendaba Chomsky.

Por su propia naturaleza, los movimientos que denomino sensibilizadores son heterogéneos, deben compatibilizar reivindicaciones múltiples y corren siempre riesgos de dispersión, más aún cuando rechazan los formatos institucionales corrientes. Pero, a la vez, si dan en el blanco, como en este caso, redirigen la mirada de la ciudadanía, logran que salgan a la superficie las silenciosas premisas mayores en las que se funda un orden injusto, impiden que se las siga naturalizando y llevan a discutir las alternativas posibles. Por eso son movimientos que se vuelven muy peligrosos para los beneficiarios de un orden semejante, aunque carezcan de un proyecto bien definido. No es casual que China -que con 500 millones de usuarios alberga a la mayor comunidad online del planeta- haya prohibido, primero, toda información sobre la "primavera árabe" y haya dispuesto que, desde este mes, desaparezca de sus redes sociales cualquier referencia al OWS.

¿Qué va a pasar con la bronca de "los indignados"? Nadie lo sabe. Pero no es esto lo central. En política, como escribió Sheldon Wolin, siempre han sido mucho más importantes las advertencias que las predicciones. Y tanto el OWS como el vendaval de protestas que se desató en Europa constituyen una formidable advertencia de que las cosas no pueden seguir como están y, menos todavía, ser arregladas por tecnócratas bendecidos por los mismos factores de poder que precipitaron al mundo en la crisis. Grecia, Portugal, Italia o España son naciones que han sido obligadas a hacer oídos sordos a la advertencia y ya veremos cuál será el desenlace. Algunos -como la presidenta del Fondo Monetario Internacional- agitan la amenaza de un colapso total si no se respetan sus órdenes. Otros hemos comenzado a pensar que quizá las comparaciones respecto de la situación presente no deban detenerse en la Gran Depresión de 1929/30 sino prolongarse hasta las vísperas de la Segunda Guerra Mundial. Y esto no porque el resultado vaya a ser similar sino porque pueden incrementarse las guerras focalizadas y el recurso a la fuerza allí donde el gatopardismo no alcance para contener la protesta. Después de todo, Alemania o Francia inundaron a países como los mencionados de préstamos pero también de armas.

En cuanto al OWS, hay un hecho elemental: lo mismo que en el viejo continente, en Estados Unidos se viene el invierno, con sus temperaturas heladas y sus tormentas de nieve. Hubo quienes instalaron carpas y calefactores para no moverse de sus lugares. Otros, proponían dar por cerrada exitosamente una primera etapa a fin de inaugurar abril con una "ofensiva de primavera". La represión policial viene de zanjar la controversia desalojando a los primeros. Quizá sea mejor para el OWS. El contexto internacional es muy inestable y conviene observar con cuidado cómo evoluciona en estos meses. Por otra parte, la calle no es el único lugar donde se pueden llevar adelante diálogos y discusiones que son más indispensables que nunca. Conviene recordar que el movimiento se inició y se desarrolló a través de las redes sociales y que ha llegado ya tanto a las universidades como a los sindicatos y a los medios de comunicación. Y uno de los grandes ejes de la polémica que se ha abierto es si acaso son alcanzables formas de capitalismo controladas democráticamente que sean capaces de liquidar el desempleo y la pobreza y de asegurar, a la vez, una mayor igualdad y un creciente bienestar colectivo.

© La Nacion

El autor, abogado y politólogo, fue secretario de Cultura de la Nación .