domingo, 7 de marzo de 2010

Los Kirchner y la sociedad se deben una autocrítica


Ensayo de Juan José Sebreli

Ante un Congreso adverso, Cristina Kirchner pronunció ayer un previsible discurso pleno de autoelogios, defensa del modelo económico y ataques a la oposición y a los medios. La Presidente parece desconocer que su ciclo ya terminó y cuando opone "el país irreal de los medios" al "país real" del kirchnerismo muestra una ilusoria visión donde no existe la inflación y los altos índices de pobreza y desigualdad.

Es significativo que el kirchnerismo y sus opositores se enfrenten en el recinto del Congreso, porque allí se sabrá, en el transcurso del año, hasta qué punto difieren o coinciden con el pensamiento oficial aquellos sectores del arco opositor que aspiran a sucederlo. El kirchnerismo cree haber iniciado una nueva etapa histórica en la política argentina y muchos de sus adversarios, aunque con signo negativo, piensan lo mismo. Por consiguiente, el fin de su gobierno significaría, para los seguidores, un retroceso y para los detractores, la terminación de los males y el comienzo de una época mejor. Ambas visiones son simétricamente equivocadas.

El kirchnerismo, como todo fenómeno político, tiene sus aspectos singulares e irrepetibles, no obstante forma parte de una tradición política argentina personalista, autoritaria, no republicana y de una línea económica de nacionalismo antiexportador y aislacionista, anacrónica en un mundo global y posindustrial. Esas posiciones no son originales, ya existían antes de la aparición de los Kirchner y, por lo tanto, es de temer que los sobrevivan.

El kirchnerismo expresó en su forma más exagerada características que mostraron, desde mediados del siglo pasado, no sólo los regímenes populistas sino, de modo atenuado, también los democráticos. No faltaron modelos de gobierno, cualquiera fuera su procedencia, que incurrieron en sus mismas distorsiones y sustituyeron el sistema de partidos por el movimiento, la división de poderes por el predominio del Ejecutivo, las instituciones públicas por las corporaciones, el diálogo por el decisionismo, la representación ciudadana por el plebiscito, el respeto a las minorías por el dominio irrestricto de las mayorías, el adversario político por el enemigo, los derechos sociales por el clientelismo, el federalismo por la sumisión de las provincias al poder central, el bien común por los intereses sectoriales, el empresariado eficiente y competitivo por el capitalismo prebendario y subsidiado por el Estado; la obediencia a la ley y el incumplimiento de los contratos por su transgresión permanente.

La crisis argentina actual no es un problema coyuntural: es un momento de la decadencia institucional que lleva más de medio siglo, resultado del desconocimiento de las normas constitucionales y del deterioro del sistema democrático de partidos que exige el cambio profundo de los existentes y el surgimiento de otros más modernos. Es difícil alentar esa esperanza frente a los políticos que, aprestándose a suceder a los Kirchner, tratan de disimular la carencia de un proyecto de país y aun de un programa de gobierno con el atractivo de sus personas en la televisión nocturna. Muchos creen que las ideas de los Kirchner fueron buenas y sólo malos sus métodos autoritarios y la corrupción, por lo que bastaría con una reforma gatopardista.

Pienso, por el contrario, que aun sin autoritarismo y sin corrupción, el modelo K seguiría siendo equivocado.

En su discurso de ayer, Cristina Kirchner anunció la derogación del decreto del Bicentenario pero en su lugar anuncia otros dos que no difieren demasiado. El primer test de la oposición más cercana al kirchnerismo será aceptar o no las medidas propuestas y las que se vayan sucediendo. Le resultará difícil a la oposición del peronismo "no K", o del llamado "centroizquierda" rechazar ciertas medidas que están muy próximas a su manera de pensar. Lamentablemente tampoco la oposición no peronista, salvo meritorias excepciones, formula un nuevo modelo económico y político de largo plazo y menos aún parece tener la voluntad de llevarlo a cabo. Algunos retoques harán posible la salida de esta crisis, pero no de la decadencia ya que, como en otras oportunidades, las mejoras no alcanzarán el nivel del anterior período de bonanza.

Dejar atrás ese círculo vicioso requiere transformaciones sólo factibles si se enfrentan intereses arraigados y se exigen sacrificios que serán impopulares y provocarán resistencia. Los partidos deben dejar de pensar sólo en el corto plazo desentendiéndose de los resultados finales y deben estar predispuestos a pagar ese costo político. Lo otro es seguir como hasta ahora, repitiendo los mismos errores, gastando más de lo que ingresa y tratando vanamente de subsidiar y distribuir sin producir riqueza, recurriendo, cuando la deuda es impagable y nadie presta más, al saqueo de los ahorros de los jubilados o de las reservas del Banco Central.

Esas ilusiones durarán poco y culminarán inevitablemente en las consecuencias de siempre: déficit fiscal, ajuste, devaluación, hiperinflación, depresión, default o estanflación con la secuela del aumento de la pobreza, la desigualdad y la marginación. Si bien la clase política tiene la responsabilidad esencial en la crisis, no es la única.

Es preciso que la sociedad argentina haga una profunda autocrítica y deje de encontrar chivos expiatorios de sus males en el gobierno de turno en la hora de su cuenta regresiva, o en la mano invisible del imperio, del FMI o de la globalización, y admita que la decadencia es el resultado de los malas y reiteradas conductas de los propios argentinos. Si no surge una conciencia clara sobre los errores cometidos y la voluntad de rectificarlos, no habrá ninguna salida.

Publicado en el periódico Clarín, el día 2 de marzo de 2010.

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